La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Laguno.

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Lutzow
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La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Laguno.

Mensaje por Lutzow »

La vocación frustrada de un Teniente de Navío.


Delenda est Putinlandia

Es mejor permanecer con la boca cerrada y parecer un idiota, que abrirla y confirmarlo...
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Ab insomne non custita dracone
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laguno
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Antes de empezar, debo hacer notar que no soy escritor ni nada que se le parezca. En realidad no se escribir.
Esto es solo un pinito, un intento de narrar la vida de un Teniente de Navío español a través de la supuesta biografía que un supuesto individuo encuentra un día en casa de su abuela.
De modo que pido al contertulio que sean indulgentes conmigo y perdonen si no es muy trepidante que digamos.
Gracias.

Ah, se me olvidaba, dos cosas: el nombre real del marino es Antonio Campuzano Salazar y lo puse en 2011 en un blog que tengo de cuentos.
Última edición por laguno el 27 Ago 2019, editado 2 veces en total.
"...como jueces de la competición están los dioses, que, naturalmente, se pondrán de nuestra parte, ya que nuestros enemigos han jurado en falso sobre ellos, mientras que nosotros, teniendo ante nuestros ojos tanta abundancia de posesiones, nos hemos mantenido firmemente apartados de ellas en virtud de nuestro juramento a los dioses" Jenofonte - Anábasis.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

-¡Hola, buenas tardes, señores. ¿Qué les puedo servir?-

-¡Que hay Miguel, buenas tardes. Pues yo voy a tomar un Carlos I. ¿Y tú, Anastasio?-

-¡A mi póngame, por favor, Miguel, un Larios con tónica!-

Pocos momentos después regresaba el camarero a la mesa que ocupaban nuestros personajes en el Salón de los Bustos del Casino de Málaga, poniéndole a cada uno su copa y dejando sobre la mesa un cuenco de frutos secos variados y otro de aceitunas rellenas de diferentes contenidos: anchoas, palometa, atún, pimiento,...Acompañaban a estos cuencos un servilletero de porcelana decorado con motivos orientales y cuyas servilletas tenían impresas, en letra gótica, el texto Casino de Málaga y debajo el escudo de la institución.

Imagen

Casino de Málaga

Una vez servidos y alejado el camarero, ambas personas cogieron cada uno su copa para dar un trago, quedándose Belisario con la suya en la mano y metiendo dentro de ella la nariz para disfrutar con el olor de tan rico brandy.

-¡Bueno Belisario, ¿qué es eso que me querías decir sobre no se qué biografía que has encontrado en no sé dónde? Cuéntamelo todo pronto, porque con el interés que creí notar en tus palabras cuando me lo dijiste, he supuesto que debe ser algo importante y ya ardo en deseos de escucharte contármelo!-

-¡Hummm. Este brandy, cuanto más lo huelo más me gusta. ¿Te puedes creer que muchas veces lo tomo solo para disfrutar de su olor? ¡Ah, delicioso!

"Bueno, pues verás. Resulta que este sábado decidí pasarme por la casa que mis padres tienen en la avenida del Pintor Jacinto Morolla, casa que hace ya muchos años que permanecía cerrada y como recientemente, con eso de la reforma de los impuestos municipales, había llegado una carta del Ayuntamiento informando sobre los próximos cambios en la fiscalidad de los bienes inmuebles urbanos, por supuesto cambios al alza, en la cuota a pagar por el IBI, decidí, a instancias de mi padre, pasarme por allí a ver en el estado en que se hallaba y pensar sobre qué hacer con ella, si reformarla y venderla, si reformarla y alquilarla o si dejarla como está.

Me habían dicho mis padres que hiciera con la casa lo que mejor me pareciera, pero que revisara muy bien y cuidadosamente el contenido de ella, pues había bastantes cosas de valor, tales como cuadros, muebles, documentos, fotos, relojes, condecoraciones y mil cosas más, algunas de ellas con dos o más siglos de antigüedad.

La verdad es que, efectivamente, yo recordaba que en esa casa había muchos cuadros, libros y relojes, cosas que eran las que en mi infancia y adolescencia más me llamaban la atención, así como un gran perchero que se hallaba en lo que mi madre llamaba el cuarto de los invitados, aunque, según creo, los únicos que allí dormíamos éramos mis primos, mis hermanos y yo cuando nos dejaban con nuestra abuela y, desde luego, no éramos precisamente invitados, sino más bien un comando de revoltosos que poníamos todo patas arriba y a mi abuela tarumba.

A esa casa dejamos de ir cuando ocurrieron unos trágicos sucesos que desembocaron con la triste agonía y muerte de mi abuela, después de presenciar esta el violento fallecimiento de mis tíos y de mis primos delante de la casa, cuando estando despidiéndose de ellos desde el balcón vio como un terrorista acribilló a tiros a aquella familia.

La muerte de mis tíos y primos primero y la posterior de mi abuela, a la que yo amaba con locura, fueron los motivos por los cuales determiné no volver a poner los pies en esa casa nunca más. Mis padres siguieron yendo algunas veces a lo largo de un tiempo, supongo que por no perder el contacto con el espíritu de aquel que fue el hogar de mi padre, pero pudieron más los malos recuerdos y las tristezas que estos producían, que cesaron estas visitas a la casa paterna, para alegría de mi madre, pues desde que ocurrió aquello se le hacía insoportable y aún angustioso cruzar el umbral de la casa. Eso nunca se lo dijo a mi padre por no herirlo aún más y por respeto a la memoria de mi abuela, pero en momentos de confidencias conmigo me lo comunicaba, sirviéndole, quizás, de descarga de emociones contenidas.
Última edición por laguno el 27 Ago 2019, editado 1 vez en total.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Así pues, el sábado bien temprano me fui para allá, no con la intención de hacer un inventario, si no de dar un primer vistazo para hacerme una composición de lugar y, porqué negarlo, vencer la presión que los malos recuerdos ejercerían sobre mí, impidiéndome penetrar en la interioridad del lugar, tal vez ahogándome, tal vez asediado por los fantasmas que quizás vagasen por las habitaciones, torturándome mostrándome los rostros angustiados de las personas con las que tanto compartí.

Yo que sé, ya sabes lo fantasioso que puedo llegar a ser a veces.

Una vez subí los dos tramos de escalera que me condujeron a la puerta, introduje despacio la llave en la cerradura, como si temiese dañarla, y una vez abierta la empujé suavemente, abriéndose a la vez que se escucha el leve chirrido que el óxido y la sequedad sacaron de las bisagras.

Me quedé un momento en el umbral, sin decidirme a entrar, temeroso de revivir aquellos tristes recuerdos, pero al echar un vistazo a la estancia que me encontré, ayudado por la luz que desde la ventana del rellano de la escalera se colaba, con lo primero que se topó mi mirada fue, sumido en la semioscuridad, con un cuadro de grandes dimensiones que frente a mí se hallaba colgado y en el cual se hallaban pintados dos jinetes con sus monturas al galope partiendo, al amanecer, del pueblo. Eran jinetes vestidos de soldados, correos que partían urgentemente y portadores de noticias que debían ser entregadas sin demora. Desde luego lo vi más con los ojos de la mente que con los del cuerpo, pues, como ya te he dicho, la luz era la que, escasa, entraba desde el rellano de la escalera.

Curiosamente, al ver ese cuadro sentí una sensación de bienestar y ternura, sorprendiéndome de ello, pues eran las sensaciones opuestas a las que temía iba a padecer. En seguida me dirigí al ventanal que había a la izquierda de la puerta de la calle y descorrí los pesados cortinajes de terciopelo que impedían la entrada de la luz -y de la vida- en esa estancia.

Así, se descubrió ante mis ojos la sala de un museo, pues tal nombre merecía lo que ante mi vista se desplegaba, y no solo esa sala, si no que la casa entera lo era. Así mismo, como el olor no era muy agradable, mezcla de humedad con polvo, algo de naturaleza muerta y, sobre todo, a antigüedad y olvido, abrí, no sin cierta dificultad, el ventanal, balcón que daba a la calle.

Tras abrirlo, me paré delante del Cuadro de los Caballos -así lo conocíamos en la familia- y ante él, de lo más profundo de mis recuerdos, volvieron imágenes que ya creí borradas para siempre -prodigios de la mente-, pero que ahora rememoraba con total claridad, de manera que veía junto a mí a mi abuela contándome la historia del cuadro, el cual lo había pintado su padre cuando siendo un joven Alférez de Caballería, había marchado a Italia para recibir unos cursos de dibujo y pintura, para perfeccionar su técnica y ayudarle a definir mejor su estilo, en reconocidas y reputadas academias romanas.

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"Dos años estuvo tu bisabuelo en Italia aprendiendo y perfeccionándose, hijo. Dos años de los que guardó bellos recuerdos de sus andanzas por las calles de Roma y de sus visitas a Florencia y otras ciudades y comarcas cercanas a Roma", me decía mi abuela mientras me acariciaba la mano y se le iluminaba el rostro recordando a su padre. "Por ese cuadro le dieron un premio", decía henchida de orgullo, mientras me llevaba, agarrada a mi brazo, a su despacho -como ella llamaba a su rincón- y donde me regalaba con unas castañas pilongas o algún caramelo de café, mientras me contaba la vida y obra de un santo de su devoción, historia que, por cierto, me contó muchas veces y que llegué a aprenderme de memoria.

San Froilán era el santo y hoy no soy capaz de recordar casi nada, por no decir nada.

Tras recordar esos momentos junto al cuadro, me dediqué a observar el resto de la estancia y, evidentemente, seguía igual que el último día que la vi: los cuadros en las paredes, destacando el del tucán, que siempre me había embelesado, pues parecía que en cualquier momento iba a abrir el pico o a echar a volar, de lo real que era.

También los retratos de dos serios señores de mirada severa y vestidos de uniforme militar, de los que también mi abuela me contaba interesantes y edificantes historias acerca de sus vidas y obras, las cuales debía yo imitar "para que el día de mañana seas hombre de provecho y mejor cristiano, como ellos, como tu padre" , como me decía. Desde sus respectivos marcos, ambos antepasados observábanme serios, como queriendo preguntarme si le hice caso a la abuela.

-¡Sí hombre, sí, no os preocupéis, que he cumplido. Podéis descansar tranquilos!-, les dije con una sonrisa en los labios.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Completaban la habitación dos arcones de madera, con tallas de guerreros medievales labradas en sus lados, uno grande sobre el que se hallaba otro más pequeño, encima del cual descansaba un jarrón, dentro del cual había los resecos restos de lo que en su día debieron ser unas frescas y bellas margaritas, la flor predilecta de la abuela.

Un sofá bajo el cuadro de los caballos, dos pequeños butacones, uno a cada lado y una mesita con la superficie de mármol blanco con vetas, delante del sofá y sobre ella, cubiertos por el polvo de años, ceniceros y cajitas de diversos materiales, más un rosario que alguien se olvidó de recoger.

En una esquina, entre el sofá y uno de los butacones y junto al cuadro del tucán, una lámpara de pié, de madera, y en el techo una lámpara de araña pendía sobre mí y a la que alguna corriente de aire que se coló por el balcón hizo que los cristalitos que la componían chocaran entre sí, dejando escapar un leve tintineo.

Acto seguido pasé, a través de un ancho arco de medio punto, a otra salita de unas dimensiones parecidas a la anterior y donde sobre una gruesa alfombra con dibujos de pájaros y árboles se encontraban dos silloncitos, un diván antiguo de madera de nogal y una mesita baja redonda sobre la cual reposaba una fuente de cristal con forma de hoja de roble y dentro de la cual se hallaban unas bolas que -en el acto recordé- eran de marfil, pulidas y brillantes.

Por encima del diván había una ventana que enseguida abrí, entrando de inmediato un claro chorro de luz, que del inmediato jardín provenía, el mismo jardín donde cuando pequeño jugaba con mis hermanos y primos, bien subiéndonos a los albaricoques y al algarrobo, bien construyendo con tablas y palos lo que creíamos nuestro cuartel general cuando imaginábamos que éramos soldados del glorioso Ejército Nacional.

A la izquierda del diván había unos cuadros cuyos motivos eran jarrones con flores, todos diferentes, rodeando los cuadros a un crucifijo de madera con un Cristo tallado en un hueso, pasando por entre este y la cruz los resecos restos de una azucena que, quizás, le pusiera la abuela. A la izquierda de los cuadros se hallaba la puerta de una habitación.

A la derecha del diván había una mesita redonda con una lamparita de esas que llaman Tíffanis, antigua, como todo en esa casa, y sobre la mesita, en la pared, un espejo ovalado cuyo marco, en su día, lució un hermoso dorado de pan de oro, hoy caído en más de un sitio.

Junto a la mesita se hallaba una estantería repleta de libros y a la que la abuela llamaba la biblioteca de la familia, pues todos eran libros escritos por antepasados. Eran fundamentalmente sobre temas militares, casi todos escritos por un ilustre militar y político que en su día, allá por la primera mitad del siglo XIX, tuvo su importancia, y algunas de cuyas obras siguen siendo hoy día bibliografía de referencia cuando se habla de temas del Ejército Español.

Había también libros de novelas, de poesía, devocionarios, cuentos, de viajes, tratados de mecánica, ... todos escritos por mis ancestros, aunque ahora, cubiertos por el polvo, dormían el sueño del olvido con sus autores ignorados.

Frente a esta estantería, en la pared de enfrente, se hallaba colgado un cuadro de grandes dimensiones que aunque no se veía demasiado bien, recordaba perfectamente tenía pintado un guerrero sentado y con el torso desnudo, unos grandes bigotes, la diestra mano apoyada en la espada y la siniestra en el sillón en que está sentado, mientras mira pensativo a la espada. El casco de guerra puesto aunque desabrochado. La abuela decía que con este cuadro dio por finalizados el bisabuelo sus estudios en Roma.

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Después de mirar el cuadro, volví a fijarme en la estantería de la biblioteca de la familia y, sin saber porqué, estiré la mano cogiendo un libro al azar, uno perteneciente a una enciclopedia sobre la caballería y la infantería, yéndome a sentar en el butacón que junto al balcón se hallaba.

Cuando lo abrí, noté que entre sus páginas había metidos unos papeles escritos, los cuales, por su color y el tipo de caligrafía, denotaban ser muy antiguos. Espoleado por la curiosidad derivada del hallazgo, los cogí, depositando el libro en la mesita y, acomodándome mejor para que la luz incidiera sobre los papeles, empecé a leerlos.

Al poco rato de empezar a leer, me asombré, pues lo que tenía entre manos no era ni más ni menos que una autobiografía. Eso, no sé porqué, me emocionó, de modo que olvidando por completo a lo que había venido, me sumergí de lleno en la lectura, llegando incluso a imaginar que el autor mismo era quien me la estaba narrando, de la emoción que sentía.

Aquí tengo una copia que le dije a mi hijo me hiciera en el ordenador y que me la imprimiera. Te la voy a leer, no te importa, ¿verdad?-

-¡Para nada, Belisario, más bien al contrario. Ya me has despertado por completo la curiosidad. Procede a ello!-

Belisario echa mano de su maletín, el cual descansaba en una silla al lado de la suya. De entre los papeles que dentro hay, extrae una carpetilla de plástico, de la cual saca unos folios y tras acomodarse en su silla, empieza a leer.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Breve autibiografía de una vocación frustrada

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
María, Madre de Gracia, Madre de Misericordia. Amén


Esta pretende ser la muy breve biografía de una vocación marinera frustrada por culpa de la deficiente salud del individuo que habiendo puesto sus juveniles ilusiones en llegar a ser, en los días de su invierno, un Brigadier de la Armada que, junto al fuego de la chimenea, contara a sus nietos sus aventuras a lo largo y ancho de la mar oceana, hubo de conformarse, por decisión inapelable del Destino, con ser “solo” Teniente de Navío, terminando su carrera militar como funcionario en el dique seco.

Lástima de capital humano, pues podía haber logrado grandes metas pateando arriba y abajo las cubiertas de las orgullosas naves españolas, surcando los océanos y contribuyendo a que el pabellón de la gloriosa nación española ondeara, orgulloso, en los altos mástiles de los barcos del Rey.

Pero como ya se sabe que “el hombre propone y Dios dispone”, pues quiso la fatalidad que Antonio honrara el siempre supremo nombre de España desde la mesa de su despacho, entre estantes repletos de documentos, legajos y libros relativos a la mar, y en los que, añorando las tempestades del mar y los combates contra los enemigos de la Patria y del Rey, le hubiera gustado sumergirse en ellos y revivir sus años marineros, olvidando, aunque solo fuera a ratos, la mala suerte que le privó de sentir el sabor del salitre al batir las olas contra los barcos.

Me llamo Antonio de Quiroga y Salazar y vine al mundo a las once y media de la fría y nevosa noche del dieciocho de Diciembre de 1769, en Cuzcurrita de Río Tirón, provincia de La Rioja, siendo bautizado el siguiente día veinte, en la Parroquia de San Miguel de dicha localidad, por el cura beneficiado de ella Don Bonifacio de Cobos, teniendo por padrino a D. Martín de Salaya, grande amigo de mi padre.

Fueron mis padres Joaquín de Quiroga y Salamanca, Regidor perpetuo de Santo Domingo de la Calzada y Manuela Rosa de Salazar y Cobos.

Fueron mis abuelos paternos Diego José de Quiroga y Vico y Manuela Bernardina de Salamanca y Arretiaga y los abuelos maternos Pedro Antonio de Salazar y Máñez y Maria Antonia de Cobos y Turres.

Tengo cinco hermanos: Francisco –que fue Gobernador de las Aduanas de Cantabria y Regidor Perpetuo de Santo Domingo de la Calzada-, Joaquín -Abogado y Oficial de la Primera Secretaría de Estado-, Tomasa, Gregoria y Maria Ramona.

De mi infancia guardo gratos recuerdos, pues fue feliz y sin contratiempos y como hijo de familia hidalga y acomodada no carecí en absoluto de las cosas que hacen feliz a un niño. Sobre todo lo que más recuerdo es el cariño de mis abuelos maternos, los cuales me llevaban frecuentemente de paseo, contándome las historias del pueblo y de la familia, así como iniciándome en los conocimientos de nuestra santa religión católica.

Íbamos los niños a estudiar a la casa parroquial, donde Doña Eulalia nos desasnó a base de gritos y reglazos. Era Doña Eulalia mujer mayor, solterona, con cuerpo largo, delgado y seco, al igual que su cara, en la que destacaba una gran nariz bajo unos muy negros ojos de mirada desagradable y penetrante, tanto que hería. Llevaba siempre el escaso pelo casposo recogido en un moño y su vestido era invariablemente negro, con algunos lamparones, y ceñido a la cintura por un cíngulo ya secular y que de no lavarlo nunca aparecía mugriento.

Los niños decíamos de Doña Eulalia que cuando quería cruzar el río no necesitaba del puente ni de barco alguno, pues tenía unos pies tan grandes que cualquiera de sus zapatos le bastaba para vadearlo usándolo como barca.

Los domingos, después de misa, íbamos algunos grupos de niños por el sendero que llevaba a la ermita de Santa Apolonia, para, en el descampado que detrás del edificio había, dirimir las diferencias que durante la semana habían surgido entre nosotros. Como ya se comprenderá, esto quiere decir que allí nos zurrábamos de lo lindo para dejar en buen lugar el orgullo personal herido por algún insulto o cualquier otro motivo. De todas maneras, siempre procurábamos que la ropa no resultase dañada, pues si no nos exponíamos a ser blanco de la ira de nuestras madres.

Otras veces íbamos a por el camino cabe el río, poniéndonos a pescar ranas y cangrejos, y si se ponía a tiro alguna rata de agua. Cuando nevaba solíamos ir a jugar por los alrededores del castillo, donde hacíamos figuras con la nieve o la usábamos como proyectiles en la guerra que nos declarábamos. Como norma válida para todo el año teníamos por costumbre ir a una aldea que quedaba cerca del pueblo y donde vivían jornaleros del campo y carboneros, donde retábamos a los niños de allí a “combates singulares”. Esta actitud nuestra para con ellos se debía a que en nuestras casas se nos decía que éramos superiores a ellos tanto por nuestra hidalguía como por nuestra posición y, por tanto, se consideraba a estos obreros gente inferior, solo apta para trabajar y servir, y que siempre debíamos hacérselo notar, por lo cual nosotros íbamos allí a hacer valer nuestra superioridad social a base de tortas. Siempre vencíamos nosotros,…salvo cuando vencían ellos.

Todavía recuerdo cuando en un “combate a muerte” con uno de ellos, este me agarró por el cuello y me arrastró por la parte de la ribera del río donde más fango había para, al final, estamparme la cara en unas boñigas de vaca aun calientes. Cierto es que era más grande y más fuerte que yo y que mis amigos no me pudieron socorrer porque cada uno estaba empeñado en su “combate singular”. Lo que también fue singular fue la paliza que me dio mi madre cuando me vio llegar a casa tan sucio y oliendo a excrementos.
Tendría unos ocho años cuando empezaron a manifestarse los extraños padecimientos que me han acompañado a lo largo de toda mi vida. A esa edad tuve una dolencia ocular, la cual consistía en que veía como la mitad de las cosas y con tendencia a perder el equilibrio, durándome el acceso tres días y ni Don Bonifacio, el cura, ni Don Segundo, el boticario, fueron capaces de determinar de que problema se trataba. Afortunadamente pasó y pude seguir mi vida normalmente.

A la edad de once años determinó mi padre que debía ir a continuar mis estudios en el Real Seminario de Nobles de Vergara, en Guipúzcoa. Allí estuve durante tres años, aprendiendo de todo: matemáticas, geografía, religión, lengua española, latín y otras materias, pudiendo entonces apreciar lo afortunado de las enseñanzas que a golpe de regleta nos metía Doña Eulalia en la cabeza.

Debo decir que entre los ocho y los once años volví a padecer dolencias, siempre en diferentes partes de mi organismo y, así, recuerdo que padecí durante unos días de fortísimos dolores de cabeza una vez, dolores en las muñecas que no me permitían agarrar con fuerza algo la segunda vez y descomposición de vientre una tercera vez, todas las ocasiones sin motivo aparente, durándome pocos días pero repitiéndose durante algún tiempo. Tal y como venían se iban. Tampoco en estas ocasiones ni el cura ni el boticario del pueblo ni los facultativos de Vitoria a donde me llevaron unos primos de mi madre que allí vivían, fueron capaces de determinar que tenía yo.

Debo decir que mi paso por el Seminario fue una de las etapas más felices de mi vida, haciendo allí grandes amigos, algunos de los cuales aún conservo.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

También fueron los años en los cuales se desarrolló en mí la vocación marinera, pues los primos de mi madre, aunque avecindados en Vitoria, tierra adentro, eran en su mayoría Marinos, que servían en la Real Armada, aunque alguno había que era Oficial de la Marina Mercante, en barcos de Cantabria o de las provincias vascongadas.

Con ellos, en los días que el calendario escolar lo permitía, iba a pasar algunas jornadas en sus casas, y junto al fuego del hogar, los más mayores me relataban sus aventuras en la mar, cuando hacían frente a las pavorosas “tormentas y galernas” que se desataban en el océano o cuando, firmes sobre las cubiertas de sus barcos hacían frente, junto a sus hombres, a los ataques que los pérfidos ingleses realizaban a nuestras colonias americanas o cuando tenían que combatir bravamente a los moros que campaban por el Mediterráneo haciendo daño en nuestras posesiones o capturaban cristianos a los que esclavizaban. Alguno había de los más mayores, que me contaba, entristecido, como fuimos malamente rechazados cuando nuestro intento de invasión en las costas de Argelia y donde cayeron algunos buenos militares, como aquel Comandante del Regimiento de Suizos, Karl Abiach, que con solo ver un barco ya se mareaba. “El pobre no volvió a la Península”, me decía tristemente mi pariente.

Otras veces me contaban como eran las tierras que componían nuestras provincias de Ultramar, de sus puertos, de su vegetación, del clima tan violento del trópico, de las montañas y de las gentes que lo habitaban, los indios, los negros y mulatos e incluso los orientales filipinos, que según mis parientes tenían los ojos más bien oblicuos, tratando yo de imaginar cómo serían esos ojos y como serían las caras de los que los portaban y como podían ver con los ojos torcidos.

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Pero el día más feliz de mi vida fue aquel en el cual mi padre me dijo que para cuando acabase mis estudios en el Seminario iríamos al puerto de Santoña acompañados por el primo de mi madre, Luis Salazar, Alférez de Fragata. Por fin iba a ver el mar y los barcos en vivo y en directo, de los que tanto me habían hablado mi familia de Vitoria.

Esta visita a Santoña fue el aldabonazo que determinó mi decisión de ser Marino y servir al Rey en sus barcos.

Antes de continuar, debo decir que durante el tiempo que estuve en Vergara no me libré de los ataques de mi extraño mal, pues así hay que denominarlo, y a lo largo de esos tres años sufrí cuatro de importancia, a saber: el primero fue una fuerte afección bucal que tenía como efecto que me sangraran las encías, con la curiosidad de que cuando parecía que ya dejaba de sangrar volvía a hacerlo; luego tuve unos problemas en los dedos de la mano izquierda, problema que me impedía moverlos correctamente; el tercero de los ataques fue que me costó durante una temporada respirar bien, padeciendo de muchas ganas de bostezar y cada vez que iba a hacerlo, el bostezo se quedaba a mitad de camino, no pudiendo hacerlo por entero, con el consiguiente problema respiratorio y, al igual que el anterior, cuando parecía que ya estaba recuperando la normalidad volvía el ataque, llegando a crearme ansiedad y el último fue como el que me dio por primera vez siendo niño: veía la mitad de las cosas, pero esta vez sin venir acompañado de pérdida del equilibrio, ocurriendo en su lugar que veía como partículas en sus pensión, interponiéndose en la ya de por si escasa visión. Afortunadamente todo pasó, pero decir que los médicos del Seminario que me trataron no supieron decir que me pasaba, no hallaban razón para ese desajuste de mi organismo y de las diferentes formas como se manifestaba, máxime cuando yo era un mocetón bien constituido, recio y bastante fuerte, con muy buen apetito y que practicaba actividades tan sanas como la carrera, levantamiento de pesos, la esgrima, la equitación y la pelea, esto último a escondidas de los maestros, pues estaba prohibido.

Tras la visita a Santoña, le dije a mi padre que tenía determinado ser Marino del Rey y que le solicitaba su permiso para entrar en la Compañía Academia de Guardias Marinas. Supongo que esa era la decisión que mi padre ya había tomado respecto de mi futuro, pues me llevó a su despacho y me enseñó un correo que "casualmente" le había enviado desde Cádiz su primo Luis Salazar con la carta de recomendación para entrar en la Academia de Cádiz, ciudad a la que marché un mes después, el 3 de Agosto de 1783, tras conseguir desprenderme de "abrazo del oso" al que me tenía sometido mi madre, la cual me estaba inundando con el torrente de lágrimas con el que me estaba despidiendo. Mi padre fue más parco en expresiones –nada nuevo- y tras sus consejos acerca de mi buena conducta y buen nombre, me dio su bendición. Así, ese día tres de Agosto monté en el coche que me había de llevar a Cádiz.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

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Una vez en Cádiz, lo primero que hice fue ir ver al primo de mi madre, cuya casa y servicios me ofrecieron mientras se arreglaban papeles y me reponía de tan pesado viaje.

Estuve tres semanas allí, conociendo a mis primos, siendo regalado por toda la familia e instruido por mi pariente acerca de lo que iba a encontrarme en la Escuela Naval, sobre cómo debía conducirme con mis profesores y compañeros y sobre la necesidad de comportarme en todo momento con la máxima educación y mantener siempre muy alto el nombre y honor de los apellidos que portaba, que mi padre era conocido por personas de calidad de Cádiz y que siempre tuviera presente honrarlo en todo momento y lugar.

Me llevaron a conocer Cádiz, que me resultó una ciudad encantadora, cosmopolita y su gente fresca y alegre, que hablaban rapidísimo y costándome un mundo al principio entender lo que decían, tranquilizándome mi pariente al respecto al asegurarme que acabaría entendiéndolos y antes de lo que pensaba. Me llevaron, así mismo, a visitar algunas localidades de los alrededores, como Jerez de la Frontera, ciudad bellísima, San Fernando, Puerto de Santa María y otras, así como también me llevaron a conocer a más familia y a algunas amistades, a pescar o a realizar algunos paseos marítimos en el barquito que tenía la familia, según mi pariente para que empezara a familiarizarme con la mar, con ”el agua de verdad” y que fuera deshaciéndome del “blando tacto del agua dulce que traía pegada a la ropa” , refiriéndose al río de mi pueblo.

Paseábamos por las salinas de cerca de Cádiz y un día me llevaron en barco a visitar una zona que se hallaba al oeste de Sanlúcar de Barrameda, donde desemboca el Guadalquivir, lugar conocido como el bosque y coto de Doña Ana y donde había unas como montañitas de arena que llaman dunas, como las que dicen que hay en el desierto de África. También abundaba la caza mayor, que practicamos, y se podían observar multitud de aves de muchas especies, así como se veían extensos pinares, pero de unos pinos diferentes a los que había en los montes de mi pueblo.

Pero todo se acaba y lo bueno antes que nunca, de modo que tras esos días tan gratos, pasé a residir en un pabellón de la Escuela Naval, junto a otros muchachos procedentes de toda España y de nuestras provincias de Ultramar y que como yo soñaban con convertir a la mar en su hogar y en su destino.

Cádiz fue una ciudad que desde el primer momento me sedujo. No solo por el carácter franco, alegre y abierto de sus gentes, sino también por el aire de cosmopolitismo y de modernidad que se respiraba. Cada vez que podía me iba junto con otros muchachos a la zona del puerto, donde siempre había un tráfago incesante de mercancías y personas.

Allí se veían no solo barcos españoles, sino que también de muchas partes de la Europa: ingleses, franceses, holandeses, italianos, de las tierras de los moros e incluso de los lejanos reinos de Suecia, Polonia y Rusia. Hombres rubios y morenos, tostados o de piel negra se cruzaban por los muelles, convirtiendo al puerto en una especie de torre de babel por las distintas lenguas que allí se escuchaban.

Hablar de Cádiz y no mencionar el carnaval es no hablar de Cádiz. Fue una grande impresión la que me llevé cuando los viví por primera vez y digo viví porque la ciudad y sus habitantes te atrapan y te envuelven en la celebración, la cual tiene un algo difícil de describir, un algo que hace que pierdas las inhibiciones lanzándote a realizar actos que en otro momento eres incapaz de hacer, todo dentro de un jolglorio generalizado y amenizado por unas bandas de música que cantaban canciones en muchos de los casos faltas de todo tipo de pudor y vergüenza, no respetando a nadie en sus letras. También es verdad que esos actos que cometíamos -nada grave, desde luego- eran realizados bajo el amparo de una máscara que impedía que nadie te conociera, aunque algunos se propasaban en sus actos, convirtiéndolos en fechorías y crímenes, como los que se cometieron casi diez años antes, cuando se cometieron unos excesos en los conventos de Santa María y de Nuestra Señora de la Candelaria, excesos que provocaron escándalos en la ciudad. Este mismo año precisamente visitó Cádiz el viajero inglés Henry Swinburne, el cual dejó testimonio escrioto sobre las celebraciones carnavalescas de los gaditanos.

Aun recuerdo la primera vez que ví a un hombre negro, de esos que me hablaban mis parientes cuando mis años de estudio en el Seminario de Vergara. Siempre que mi familia de Vitoria me hablaba de los hombres de piel negra me los imaginaba como del color del betún y con una forma…no sé…poco parecidos al tipo español, a los cristianos en general, resultando que de la sorpresa de verlos por vez primera pasé a la desilusión, pues resultó que solo eran hombres, negros, pero solo hombres.

Para colmar el vaso de las alegrías que me proporcionó Cádiz, allí conocí a la que andando el tiempo sería mi mujer, la madre de mis hijos y la felicidad de mi vida, la única persona que realmente me comprendió y sacó de mi lo mejor que yo tenía.
"...como jueces de la competición están los dioses, que, naturalmente, se pondrán de nuestra parte, ya que nuestros enemigos han jurado en falso sobre ellos, mientras que nosotros, teniendo ante nuestros ojos tanta abundancia de posesiones, nos hemos mantenido firmemente apartados de ellas en virtud de nuestro juramento a los dioses" Jenofonte - Anábasis.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Tras dos años de estudios intensos y de prácticas, bien por las aguas cercanas a Cádiz, bien en travesías a la costa mediterránea o a Canarias, obtuve, tras superar con éxito los exámenes, mi primer embarque, el cual ocurrió en la ciudad de Cádiz, el 26 de Abril de 1785, verificando a partir de entonces diversos embarques, en los que ejecuté navegaciones, cruceros y comisiones, tanto en los mares de la América como en los de la Europa, bien en buques individuales, bien en las Escuadras mandadas por los Generales D. Félix de Tejada -conde de Morales-, D. Francisco de Borja y D. Juan de Lángara.

Tras mucho trabajar, estudiar y aplicarme con tesón en la profesión, pude enviar, por fin y henchido de gozo, carta a mis padres comunicándoles, con orgullo, que había sido acreedor al ascenso al empleo de Alférez de Fragata, lo cual ocurrió el día seis de Marzo de 1787, día que recuerdo como uno de los más felices de mi vida, tanto profesional como personal: ante mi se abría un futuro lleno de ilusiones y esperanzas.

En 1789 estuve embarcado primero en el bergantín “Flecha” y después en el navío “Paula”, ascendiendo el 12 de Julio de 1790 al empleo de Alférez de Navío y pasando a desempeñar mi nuevo empleo embarcado en la fragata “Rosario”, con la cual pasé a América del Norte y donde estuve ejerciendo labores de vigilancia de aquellas aguas, previniendo las fechorías que los piratas ingleses tenían por costumbre cometer, disuadiéndolos, bien por la fuerza de las armas, bien por la mera presencia de las naves, de cometerlas, y tras pasar en aquellos mares el tiempo que la Superioridad había determinado regresé a la Península en la fragata “Rosa” al año siguiente, pasando entonces a ejecutar algunas comisiones por el Mediterráneo, hasta Octubre de 1792, mes en que debí ser baja debido a una afección bucal severa, que me obligó a dejar toda actividad y que me tuvo apartado del mar un mes, pues al igual que en otras ocasiones, cuando parecía que sanaba volvía a recaer.

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Una vez repuesto y retornado al servicio activo, estuve entre Febrero y Junio de 1793 en los navíos “Pelayo” y “San José”, pues a partir de ese mes pasé a la Escuadra de Don Juan de Lángara, trasbordando al “San Fernando”, navío de 94 cañones y muy marinero al mando del Brigadier Don Diego de Quiroga y Ulloa, y en este barco me hallaba cuando España le declara la guerra a la República Francesa y por orden del Exmo. Sr. Don Juan de Lángara, Comandante General, pusimos rumbo al puerto de Tolón, con la orden de la toma del puerto y de la plaza, con el objeto de crear allí un enclave monárquico para restaurar los derechos de los reyes franceses.

En esta expedición coincidí con el primo de mi madre Luis Salazar, a la sazón Teniente de Fragata y que se hallaba embarcado en la “Triunfante”, pero no pasó demasiado tiempo en las operaciones pues fue llamado a prestar sus servicios en Madrid.

Las operaciones las hicimos en combinación con una flota inglesa, pero el mando de la fuerza naval lo tenía el Sr. D. Federico Gravina y Nápoli, cuyo buque insignia era el “San Hermenegildo", de 112 cañones. En general este Gravina mantuvo buenas relaciones con los ingleses, aunque estos pusieron muchos inconvenientes y trabas para poder llevar a cabo las operaciones militares con éxito.

Al poco, pasé al navío “San Fermín”, de 74 cañones y al mando del Capitán de Navío Don Javier de Ezquerro y en el cual participé en el acoso a los barcos republicanos y en el bombardeo a los fuertes del puerto de Tolón y en uno de los combates que mantuvimos hicimos prisionero al Contraalmirante Sr. Saint Julien, al cual lo llevamos a la ciudad de Barcelona donde quedó vigilado, habiendo sido yo el encargado de su custodia desde Tolón a Barcelona. Era un hombre amable y muy culto, aunque manifestaba un descarado desprecio por los españoles. Llegamos a Barcelona el cinco de Septiembre, entregándolo al Gobernador Militar de la plaza, junto con unos pliegos que portaba.

Tras eso retorné al teatro de operaciones, donde estuvimos hasta Diciembre, en que hubimos de abandonar Tolón de mala manera, en parte debido al permanente torpedeo a las decisiones de nuestro Comandante por parte de los ingleses.

La verdad es que ese intento de tomar el puerto y plaza de Tolón, así como toda esa guerra fue un perfecto desastre para España, que no solo no ganó nada si no que encima perdimos el Rosellón.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Tras estos acontecimientos, disfruté de un permiso de diez días, que pasé en Barcelona y cuando llegó la hora de embarcarme para ejecutar labores de vigilancia en las aguas de nuestra jurisdicción entre Cataluña y Valencia, me dio uno de mis ataques, el cual consistió esta vez en unos espasmos persistentes en todo mi cuerpo, durándome estos más de dos semanas, quedando tan maltrecho que debí guardar posterior reposo durante un mes, pasado el cual me incorporé a la Escuadra del Mediterráneo, estando durante ese tiempo embarcado en los navíos “Concepción”, “San Nicolás” y “Real Carlos”.

Sin novedad en las aguas dignas de mención y con mi salud en condiciones por el momento, fui destinado a la Escuadra del Atlántico, mandada por el Ilmo. Sr. D. Francisco de Borja, embarcado en los navíos “Serio”, “Santa Ana” y “Atlante”, y en los intermedios de mis desembarcos ejercí en tierra el servicio de Ayudante de la Mayoría General del Ferrol, en arsenales y buques desarmados, pasando desde el 26 de Abril de 1796 y hasta Julio de 1798 a ejercer mis funciones como Ayudante de la Compañía de Guarda Mar.

Como hombre joven que era y deseoso de fundar un hogar, frecuentaba en Cádiz cada vez que podía los lugares donde se reunían los jóvenes en aquella ciudad, bien en paseos bien en las fiestas y reuniones que se hacían en la Comandancia o en casa de algún gaditano ilustre, ya fuera de la Armada ya del Ejército o en casa de algún rico hombre de la ciudad.

Precisamente en un baile al que asistí en la Comandancia tuve la inmensa fortuna de conocer a una señorita, de la cual quedé prendado en seguida, no solo por su belleza si no que también por sus maneras y gracia, así como por la inteligencia que brillaba en sus ojos, que me hechizaron. Ya únicamente tenía como objetivo cortejarla y solicitar su amistad, lo cual logré, pasando a formalizar nuestro noviazgo con la aprobación de su familia.

Se llamaba la señorita en cuestión Maria Luisa González y Sarraoa y tras unos años de noviazgo, decidimos pedir permiso a su padre para contraer matrimonio, a la vez que solicitamos para ello la preceptiva Real Licencia, la cual nos fue concedida el tres de Mayo de 1796.

Casamos, pues, en ese mismo mes de Mayo, el día 12, en la Parroquia castrense de San Francisco, sita en la ciudad de San Fernando. Ella era hija del célebre marino Felipe González de Haedo, Jefe de Escuadra de la Real Armada.

Tuvimos cinco hijos: Ramón, Antonio, Desiderio, Luisa y Joaquina, por la que más debilidad tenía, un ángel de dulzura que cuando llegó la hora de contraer matrimonio lo hizo con Serafín María de Sotro y Abiach, conde de Tronard y Oficial de Infantería del Ejército.

El 27 de Agosto de ese año ascendí a Teniente de Fragata, y en la intimidad de nuestro hogar Maria Luisa y yo decíamos que ese era el regalo que nos hacía la Real Armada por nuestro matrimonio.

En Julio de 1798 me tuve que dar de baja, nuevamente, del servicio, debido a unos problemas en los tarsos de la mano, según parte facultativo. Era algo parecido a lo que ya tuve una vez pero con la particularidad de que en esta ocasión no podía coger nada, estando en estas condiciones mes y medio y como en todos los demás casos, tal como venía se iba y como en todos los demás casos los médicos eran incapaces de determinar los motivos. Ya había quien murmuraba y propagaba bulos acerca de que sobre mi había caído alguna maldición.

El 16 de Mayo de 1800 se me concede la Subdelegación Militar de la Isla de León y el cinco de Octubre de 1802 soy ascendido a Teniente de Navío. Mi carrera marchaba viento en popa.
Última edición por laguno el 27 Ago 2019, editado 1 vez en total.
"...como jueces de la competición están los dioses, que, naturalmente, se pondrán de nuestra parte, ya que nuestros enemigos han jurado en falso sobre ellos, mientras que nosotros, teniendo ante nuestros ojos tanta abundancia de posesiones, nos hemos mantenido firmemente apartados de ellas en virtud de nuestro juramento a los dioses" Jenofonte - Anábasis.
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

El 8 de Julio de 1803 y por R. O. fui nombrado Ayudante de Matrículas del mismo destino, cargo en el que estuve hasta el 25 de Marzo del año siguiente, cuando gracias a los buenos informes acerca de mi excelente conducta, aplicación constante y conocimientos capaces, se me confió el empleo de Segundo Ayudante Secretario de la Capitanía General del Departamento de Cádiz, cargo que estuve ejerciendo hasta el 24 de Febrero del año siguiente en que nuevamente debí solicitar la baja, pues padecí una afección estomacal muy severa, tan severa que incluso a veces vomitaba sangre, yéndome a pasarla y a reponerme a mi pueblo y aunque me recuperé a los veintisiete días, ya estando nuevamente en el servicio activo, en Febrero de 1805 volví a causar baja, durante los meses de Julio a Noviembre, que los pasé nuevamente en mi pueblo, y tras los cuales volví ocupar mi destino hasta mediados de 1807, que por nueva enfermedad se me concedió prórroga de licencia por la misma y para pasarla en Madrid, advirtiéndoseme el 29 de Septiembre, y en la séptima prórroga ya, que sería la última y con la condición de que si no me curaba debía pedir el retiro.

Esta noticia me supuso un mazazo, pues se añadía al hecho de que los ataques de enfermedad que padecía se tornaron más violentos y tardaban más en desaparecer. No obstante lo asumí con resignación cristiana y entereza militar, procurando a partir de entonces intentar esconder mis padecimientos, algo difícil si iban a ser tan violentos como estaban siéndolo, aunque procuré sufrirlos con paciencia.

Tras mi recuperación, el 7 de Enero de 1808 fui nombrado Ayudante de Guardias Marinas, pasando a continuar mi mérito en las Brigadas de Artillería, hasta el 21 de Enero de 1809, día en que soy nombrado Ayudante del Jefe de Escuadra y Mayor General de la Armada, D. Francisco Javier Uriarte y aunque el 26 del mismo mes se me destinó a los Batallones de Campaña, no pude hacerlo, pues mi mal estado de salud no me permitía soportar aquellas fatigas, obligándome a solicitar una vez más la baja el 8 de Febrero siguiente y pasando a restablecerme nuevamente a mi pueblo, y solo gracias a los buenos oficios del primo de mi madre pude volver a desempeñar mi cargo en la Ayudantía, pero con destino pasivo como Teniente de Navío y aunque tuve la dicha de embarcarme en el bergantín “Infante” con el que se realizaron tareas de guarda costas en la zona del Estrecho de Gibraltar y adyacentes, mi suerte ya estaba echada, pues no volví a embarcar ni a ascender en el escalafón.

En 1812 fui nombrado Oficial en la Secretaría del Despacho de Marina, y donde pasé los siguientes diecisiete años, siendo por el camino nombrado Oficial Archivero de la Secretaría de Estado y del Despacho Universal de Marina el 5 de Junio de 1813.

A tenor de lo dispuesto por un R. D. de 1815, se me concede de abono de tiempo por la Guerra de la Independencia, que pasé en el Departamento y sitio de Cádiz, cuatro años, cinco meses y diecisiete días. Así mismo, fui agraciado con mi nombramiento como Caballero de la Orden de San Hermenegildo, con su correspondiente Cruz.

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Debo decir que años después fui recibido como Caballero de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III, el 25 de Junio de 1824, con Cruz pensionada.

En Mayo de 1830 y debido a mis trastornos de salud, decidí pedir el retiro definitivo, pasando ya desde entonces hasta hoy mis días en Cádiz, solo saliendo de allí para ir a Madrid y a Cartagena a ver a mis hijos y nietos o a Cuzcurrita a cazar, ver antiguos amigos o pasar mis convalecencias.

A lo largo de todo este relato ha habido una circunstancia que he evitado mencionar, más por el que dirán que por cualquier otra cosa, pero ahora, al final de el y casi de mis días, considero irrelevante lo que la gente pueda pensar de mí.

He sido un buen cristiano, temeroso de Dios, un hombre honrado, trabajador y honesto, prudente, fiel a mi Patria, al Rey y a la Armada en la que he servido, amigo de mis amigos y, creo, que un buen esposo y padre y, por lo tanto nada debo temer de las habladurías de los demás.

Lo que he ocultado y ahora digo es que debido a que como ningún médico cristiano era capaz de dar con el motivo de mis extraños males, a lo largo de mi vida como marino activo, cuando tocábamos puerto en Ultramar, solía tener por costumbre informarme de quienes eran los curanderos más reputados para ver si eran capaces de dar con la causa última de mis dolencias y en vista de que tampoco estos lo conseguían recurrí, incluso, a brujas y hechiceros, aunque sin resultado.

Por alguna extraña causa he sido marcado por la naturaleza y a lo mejor tendrían razón aquellos bulos que decían que había sufrido una maldición.

No obstante, soy cristiano y a Dios encomiendo mis últimos días y mi alma inmortal, dedicándome en el invierno de mi vida a echar la vista atrás, hacer examen de conciencia y a reconciliarme con el Altísimo, esperando de su infinita misericordia me considere digno de contemplar su rostro.

Amén
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

-¡Y esta es, Anastasio, la biografía de un marino que debe ser mi antepasado. ¿Qué te parece?-

-¡Pues lo que me parece es que el hombre lo que se dice suerte no tuvo demasiada, aunque tampoco creo que pudiera quejarse demasiado de su vida, porque aparte de sus enfermedades, por lo demás, le fue bien, o al menos eso deduzco de lo que has leído. A mi, desde luego, lo que me intriga es lo de su extraño mal. La verdad es que nunca había escuchado nada parecido en ninguna parte, ni siquiera en las novelas más fantásticas que haya leído y se comprende que hubiera quien pensase que sobre el había caído una maldición.

“Lo que es extraño es que solo hacia el final de su relato se haga mención a eso de la maldición, cuando lo lógico hubiera sido que se lo dijeran mucho antes, máxime si tenemos en cuenta lo supersticiosa que era la gente entonces y más entre la marinería, gente dada a creer en fenómenos sobrenaturales, animales fantásticos y espíritus vagabundos y rápida a creer cualquier bulo que al respecto circulara y, sin embargo, en ningún momento dice que hubiera tenido problema alguno en ese sentido.

“De cualquier manera, una lástima, porque llevaba una buena carrera como para poder jubilarse como Brigadier de la Armada!-

-¡Pues si, a mi también me pareció raro eso que comentas. ¿Y tú crees que será una autobiografía de verdad o se trata de un relato que a alguien se le ocurrió escribir?-

-¡No sé, a mi me parece bastante creíble como autobiografía. Desde luego te digo una cosa, si yo tuviera tus dotes de escritor, de ahí sacaba una novela y como dices que estás escribiendo relatos y cuentos para que los lean tus nietos, pues es una buena oportunidad, ¿no crees?-

-¡Pues sí, tienes razón, no se me había ocurrido!-

-¡Bueno, pues vamos a empezar a diseñar esa novela en el “Centro Asturiano”, que hoy se presenta el nuevo cocinero de esa casa y da un menú especial de presentación, menú asturiano, por supuesto!-

-¡Ah, estupendo, me encanta la comida asturiana. Mira, sabes que ayer hablando con la mujer de mi primo Baltasar…


Málaga, a 15 de noviembre de .......


FIN DEL RELATO
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por Schweijk »

Gracias por compartirlo con nosotros Laguno.
"No sé lo que hay que hacer, esto no es una guerra".

Lord Kitchener

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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Gracias.
Un saludo
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por Miguel Villalba »

Gracias Laguno. Muy interesante, pasa en la época entre el máximo auge y el catastrófico declive de la marina borbónica española.
Saludos gc96gc
«Se cuentan 16 presas inglesas conducidas a esta bahía, con 95 cañones y
293 prisioneros, en 26 meses de campaña que ha ejecutado la expresada cañonera
desde septiembre de 1799, en que se armó...»
Un Falucho, El Poderoso, con un cañón de 24 y dos menores, 43 hombres. Patrón D. Miguel Villalba, Corsario del Rey
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Re: La vocación frustrada de un Teniente de Navío, por Lagun

Mensaje por laguno »

Gracias, Miguel Villalba.
Un saludo
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