LA BATALLA DEL MAR DEL CORAL
Publicado: 09 May 2006
Luego de sus éxitos en el Océano Índico, los japoneses decidieron extender su dominio sobre el Pacífico a partir de su base en Rabaul.
Prepararon dos grupos de trabajo. El primero encargado de desembarcar tropas en Port Moresby, Nueva Guinea y el segundo de invadir la isla de Tulagi en las Salomón. Para entonces los portaaviones americanos Lexington y Yorktown se encontraban en el Mar de Coral.
Lo que siguió fue una batalla entre portaaviones en la cual los barcos nunca lograron avistarse debido a que el combate fue llevado a cabo enteramente por la aviación naval.
El resultado fue una victoria táctica japonesa porque lograron hundir al portaaviones USS Lexington, dañaron seriamente al portaaviones USS Yorktown y además hundieron un destructor de escolta y un petrolero.
Por su parte los americanos echaron a pique al portaaviones japonés Shoho y averiaron seriamente al portaaviones Shokaku. Como resultado de la batalla, el asalto japonés a Port Moresby fue impedido y los japoneses perdieron a dos importantes unidades que podrían haber sido empleadas en la batalla de Mid
En el mar del Coral, casi una hora antes de la amanecida del 8 de mayo de 1942, a bordo de los cuatro portaaviones norteamericanos y japoneses que aquel día librarían una batalla que señaló todo un hito en la historia naval, reinaba una actividad febril. Ciento veintiún aviones nipones y ciento veintidós de la U.S. Navy eran llenados de combustible, bombas, torpedos y municiones para sus ametralladoras, y se izaban a las cubiertas de vuelo en los ascensores, mientras ambas agrupaciones se disponían a lanzar al aire un buen puñado de aparatos de reconocimiento para tratar de localizar al enemigo. Sobre la agrupación del almirante Fletcher lucían un cielo despejado no así para los japoneses que tenían el cielo cubierto y aborrascado. Las condiciones atmosféricas favorecían pues, en aquella mañana a los japoneses.
Hacia las seis, poco antes de que el claror de la aurora comenzase a teñir el cielo por Levante, del Zuikaku y del Shokaku despegaron varios aviones que explorarían sobre un sector circular de 90º, aproximadamente comprendido entre el SSE y el SO, hasta el límite de su radio de acción. Poco más tarde, a las 06,25, se remontaban del Lexington 18 aparatos, que buscarían en los 360º del horizonte, hasta las 200 millas en el semicírculo Norte y las 150 por el Sur.
El contramaestre primero Kenzo Kano, que mandaba uno de los bombarderos nipones enviados a explorar, avistó a la «TF-17» cuando ésta se hallaba a 230 millas de los buques japoneses; se mantuvo a distancia, ocultándose hábilmente entre las blancas nubecillas; estudió cuidadosamente su composición, rumbo y velocidad, y, a las 08,33, radió al Shokaku todos los detalles del avistamiento. Esta señal fue inmediatamente transmitida a Takahashi siendo captada también en el Lexington, donde, una vez traducida, pronto estuvo en manos de Fletcher
Lexington, atacado
El almirante norteamericano se dio cuenta de que su agrupación había sido descubierta y señalada con toda exactitud. En efecto, a las 08,15, el alférez de navío Smith había conseguido unir algunas unidades de la agrupación de Takagi, que, intermitentemente oculta por nubes y chubascos, era difícil de ver bien, de modo que hasta las 08,38 no pudo aquel oficial señalar el importante avistamiento. Pero su mensaje situaba a los buques japoneses 45 millas más cerca de los portaaviones norteamericanos de lo que en realidad estaban, lo que para éstos tendría después malas consecuencias.
Fletcher hizo despegar con la máxima urgencia a los aviones que, desde la amanecida, aguardaban impacientes dicha orden. Del Yorktwon se elevaron 8 cazas, 24 bombarderos en picado y 9 torpederos, y diez minutos después ponía en el aire el
Lexington 9, 22 y 12 aparatos similares, respectivamente: 84 aviones en total. Estos y los de Takahashi se cruzaron entre nubes, no muy lejos, pero sin verse.
Fletcher, que creía al enemigo más cerca de lo que en realidad estaba, dio instrucciones al contraalmirante Fitch, embarcado en el Lexington, especialista en portaaviones y a quien acababa de entregar el mando táctico de la «TF-17», para que, sin consideraciones respecto al consumo de gasolina, los aviones americanos volaran a la mayor velocidad posible y atacasen cuantos antes a los portaaviones japoneses. Esta medida se vio también favorecida por el viento, casi de cola, y por el rápido avance de aquéllos a su encuentro, a 30 nudos de marcha. Así, que una hora y tres cuartos después del despegue, los bombarderos en picado del Yorktown que volaban a 5.000 metros de altura, descubrieron, a través de un desgarrón en las nubes, a los dos buques de batalla de Hara. Pero, con muy buen acuerdo, decidieron aguardar la llegada de los aviones torpederos, lentos y que se aproximaban volando mucho más bajos, para lanzar un ataque coordinado.
Detectados al oído, y después visualmente, por los serviolas japoneses, el Shokaku aproó al viento y comenzó a lanzar sus cazas al aire, mientras que el Zulkaku y sus acompañantes desaparecían en un espeso chubasco de agua. A las 10,57, el capitán de corbeta Taylor condujo al ataque a los aviones torpederos del Yorktown, que se aproximaron al Shokaku volando a muy baja altura, protegidos por los cazas NF, mientras los bombarderos se lanzaban, simultáneamente, en un picado de vértigo. El portaaviones japonés, que semejaba una inmensa plataforma flotante y dejaba en pos de sí una gran estela blanca, pues se movía a toda velocidad, al mismo tiempo que disparaba con sus cañones de 127 mm. y sus ametralladoras, consiguió, con violentas metidas de timón a una y otra banda, esquivar todos los torpedos lanzados contra él. Pero dos bombas de 454 kilos llegaron silbando y cayeron directamente sobre el buque, como un castigo del cielo, estremeciéndolo de quilla a perilla. Uno de estos artefactos destrozó la parte de proa de la cubierta de vuelo del buque, que quedó imposibilitado para lanzar al aire sus aviones, y produjo un fuerte incendio de gasolina. El otro le alcanzó a popa, perforando la cubierta y haciendo explosión en el taller de motores de aviación. Minutos después, cuando el Zuikaku salió del chubasco que le había envuelto tan oportunamente, Hara pudo ver, consternado, que el Shokaku «ardía furiosamente». Así era, y ya tenía a bordo varias decenas de muertos y heridos; pero sus incendios serían pronto controlados y sofocados, y el casco y los equipos de propulsión y de gobierno del buque habían quedado intactos.
Al penetrar en el frente frío, tres cazas «F4F» perdieron entre nubes a los aviones torpederos que daban escolta y tuvieron que regresar a su portaaviones de procedencia. En el erróneo punto señalado anteriormente por Smith no había enemigo de ninguna clase, y uno de los escuadrones de bombarderos en picado - 18 aparatos- no consiguió, pese a todos sus esfuerzos, avistar a los buques nipones. Falto de gasolina, terminó por tener que arrojar a la mar sus explosivos y también tuvo que regresar al Lexington. En cambio, la laboriosa búsqueda de los 11 aviones torpederos que mandaba el capitán de fragata Brett, a partir de aquella posición falsa, sí dio resultado, de modo que a las 11.40, 6 cazas, 11 aviones torpederos y 5 bombarderos en picado norteamericanos lograron localizar a los buques de Tagaki y se dispusieron al ataque.
El escurridizo Zuikaku volvió a escabullirse entre los densos chubascos, pero el Shokaku quedó al descubierto. Tres cazas «F4F» cayeron envueltos en llamas, derribados por los «Zeros»; otros aviones atacantes fueron víctimas de la artillería nipona, y todos los torpedos fallaron el blanco, pero el Shokaku resultó nuevamente alcanzado, esta vez por una sola bomba, arrojada por el teniente de navío John J. Powers -póstumamente condecorado con la Medalla de Oro del Congreso-, que, haciendo gala de un valor extraordinario, descendió hasta tan baja altura de la cubierta de vuelo del portaaviones enemigo, que la explosión sobre ella del artefacto lanzado alcanzó al propio avión, que cayó al mar y en el que murieron sus dos tripulantes.
En el Shokaku se produjeron nuevos daños e incendios, y las cifras de muertos y heridos ascendieron a 108 y 40, respectivamente. Pero el buque no sufrió averías graves y después pudo regresar por sus medios al Japón, donde en poco más de un mes quedaría reparado.
El Shokaku
El contramaestre Kenzo Kanno se mantuvo observando de lejos a los buques de la «TF-17» hasta que sólo le quedó la gasolina imprescindible para regresar a su portaaviones. Entonces arrumbó al NNE, y pronto perdió de vista, sobre la inmensa y brillante lámina azulada, a las unidades norteamericanas. Después avistó el enjambre de aviones del capitán de corbeta Takahashi, y observó que, dado el rumbo a que volaban, lo más probable era que aquellos aparatos no encontrasen al enemigo. Esto significaba que tardarían en localizarle, lo que supondría un peligroso aumento en el consumo de combustible o que no le hallarían.
Los aviones japoneses cambiaron de rumbo y ahora se dirigieron, certeros, hacia el Lexington y el Yorktown, siendo detectados por los radares de estos buques a 70 millas de distancia. Pero en aquel momento los norteamericanos no estaban bien preparados. Una patrulla de cazas acababa de tomar cubierta, y los ocho «F4F» que se hallaban en el aire andaban escasos de gasolina, por lo que se les ordenó mantenerse en las proximidades de los buques. Los portaaviones aproaron al Sudeste, forzaron máquinas y lanzaron al aire otros 9 cazas y 23 bombarderos en picado, estos últimos con la difícil misión de tratar de interceptar a los aviones torpederos japoneses, que volarían bajos y eran más lentos que los Dauntless.
Durante el ataque, el Lexington y el Yorktown cometieron el error de distanciarse mucho en sus frenéticas maniobras evasivas -más de ocho millas-, con lo cual dividieron la cortina antiaérea formada por los cinco cruceros y siete destructores. Ello debilitó la reacción artillera, que, a pesar de todo, pareció formidable a los japoneses.
Mientras los aparatos torpederos nipones se dividían en tres escuadrillas para atacar a los portaaviones desde varios sectores, protegidos por los «Zeros», y los bombarderos en picado se descolgaban desde las alturas como meteoros, las mortíferas piezas antiaéreas de 127 mm y las ametralladoras de 40 y 20 mm de todos los buques de guerra norteamericanos abrieron un fuego infernal.
Dos escuadrillas de seis aviones torpederos cada una atacaron al Lexington por ambas amuras, de manera que los cambios de rumbo ordenados por el capitán de navío Sherman no pudieron impedir que aquel formidable buque de 36.000 toneladas estándar, que se movía a 30 nudos, fuera alcanzado, en rápida sucesión y a la banda de babor, por dos artefactos submarinos. Momentos después, una gran bomba estallaba en una caja de urgencia de 127 mm, en la amura de babor del buque, y otra, de 250 kilos, en la estructura de la chimenea, provocando ambas importantes daños y muchas bajas. El estallido próximo de otros tres artefactos aéreos rompió las planchas del pantoque del portaaviones -por debajo del cinturón blindado de 152 mm- y le produjo varias vías de agua.
Tras el difícil y costoso pero eficiente ataque nipón, que en total había durado nueve minutos, el Lexington tenía a bordo numerosos muertos y heridos, tres de sus, seis cámaras de calderas estaban parcialmente inundadas, presentaba una escora de 7.º a babor, dos de sus ascensores habían quedado inutilizados, aunque a paño con la cubierta de vuelo, y en el interior tenía tres incendios. Pero lo más grave, lo que pronto acarrearía funestas consecuencias, era que las explosiones de bombas y torpedos habían debilitado las juntas de varios tanques de gasolina de aviación, cuyos vapores se esparcían ahora, letales, invisibles e ignorados, por muchos compartimentos del gigantesco portaaviones. Una sola bomba de 360 kilos alcanzó al Yorktowm cerca de su isla, atravesó cuatro cubiertas, mató a 37 hombres e hirió a 33 más y produjo los consiguientes incendios y destrozos. Dos bombas caídas junto al costado del portaaviones le agujerearon el casco por encima y debajo de la flotación, pero un torpedo lanzado poco después contra él pudo ser esquivado por Buckmaster.
Una hora después de haber finalizado el ataque japonés, en el Lexington todo parecía estar bajo control: la escora había sido corregida mediante el trasvase de petróleo a otros tanques, la cubierta de vuelo estaba disponible para recibir aviones, eyectores y bombas de achique mantenían casi secas las cámaras de calderas, que habían sido de nuevo encendidas, y la velocidad del buque era de 25 nudos. Según todas las apariencias, el formidable navío sobreviviría a la batalla del mar del Coral. Sin embargo, a las 12,47 se produjo una formidable explosión en el interior del Lexington, que muchos supusieron debida al estallido de alguna bomba japonesa de espoleta retardada. En realidad, el agente desencadenante de lo que pronto se convertiría en catástrofe fue la chispa producida en un ventilador eléctrico. Un incendio de grandes proporciones señoreó inmediatamente toda la parte proel del hangar, propagándose con rapidez hacia el centro del buque, y explosiones de menor potencia, debidas al estallido de municiones y de vapores de gasolina, se sucedieron como en cadena por el interior del infortunado portaaviones. Una espesa e irrespirable humareda negra invadió el hangar y muchos compartimentos inferiores, y al faltar la energía eléctrica se apagaron las luces, los extractores de aire se detuvieron, las comunicaciones internas quedaron interrumpidas y la presión de agua en los colectores de contraincendios cayó a cero.
El destructor Morris se le aproximó y pasó al ardiente portaaviones varias mangueras activas de contraincendios. Pero todo era ya inútil, el Lexington se había convertido en un furioso volcán en el que las explosiones se sucedían, y, ante el temor de que volasen las cabezas de combate de los torpedos, o el pañol de urgencia de bombas de aviación contiguo al hangar, el capitán de navío Sherman no tuvo más remedio que ordenar el abandono del buque.
Poco antes de las siete de la tarde, terminada la recogida de los náufragos, el destructor Phelps, cumpliendo órdenes del Almirante Fletcher, lanzó cinco torpedos contra el agonizante Lexington, cuatro de las cuales le alcanzaron por debajo de la flotación. Una hora después, el buque se hundía espectacularmente, envuelto en llamas, entre continuas explosiones y un fuerte silbar de las planchas calentadas al rojo vivo, como un monstruo de fuego. Se llevaba consigo, a su tumba en el fondo del Mar del Coral, los cadáveres de 216 hombres que habían muerto con honor por patria.
A las 13,00 de aquella dramática jornada, el averiado Shokaku, con sus incendios ya extinguidos pero incapacitado para tomar a bordo o poner en el aire sus aviones, debido a los destrozos sufridos en la cubierta de vuelo, recibió órdenes de dirigirse directamente al Japón.
Así que todos los aparatos supervivientes del ataque contra el Lexington y el Yorktown tuvieron que avanzar en el Zuikaku. Algunos llegaban averiados, por lo que fueron lanzados al mar para hacer sitio a los demás; otros, con sus pilotos heridos, sufrieron accidentes al tomar cubierta, y unos cuantos, faltos de gasolina, cayeron al agua, de donde sus tripulantes fueron recogidos por los destructores. Como resultado de todo ello, los únicos aviones japoneses disponibles para un nuevo ataque en la tarde del 8 eran 6 torpederos, 9 bombarderos en picado y 24 cazas. Aproximadamente otros 50 aparatos se hallaban más o menos averiados o se habían ido en el Shokaku. El almirante Takagi creía que los dos portaaviones norteamericanos habían sido probablemente hundidos, y lo mismo suponía Fletcher respecto a sus contrapartes enemigos, pues los pilotos de uno y otro bando sobreestimaron muy erróneamente los resultados.
Pero el almirante Inoue no pensaba lo mismo, y, considerando que la disponibilidad de un solo portaaviones no era garantía suficiente, ordenó la retirada de las fuerzas bajo su mando y el aplazamiento del desembarco en Port Moresby. Así que, a las 6 de la tarde, la agrupación de Takagi arrumbó al Norte. Sin embargo, al conocer aquella retirada, y por primera vez en toda la larga batalla del mar del Coral, el almirante Yamamoto decidió intervenir para ordenar a las fuerzas de Takagi y de Goto que se agruparan y destruyesen los restos de la «TF-17». Consecuentemente, a las dos de la madrugada del día 9 de mayo, ambas agrupaciones se dirigieron hacia el Sur para tratar de localizar al enemigo. Pero la «TF-17» se había retirado en la misma dirección, y el grupo de Grace había marchado a Sidney; de modo que los esfuerzos japoneses fueron baldíos y, en la mañana del 10 de mayo, Takagi y Goto recibieron órdenes definitivas de regresar a Truk.
En cifras, la batalla del mar del Coral, la primera librada entre portaaviones, que necesariamente elevó esta clase de unidades a la categoría de buques de batalla, arroja los siguientes resultados: los norteamericanos tuvieron 543 muertos; los nipones, 1.074. Los Estados Unidos perdieron 77 aviones embarcados (36 de los cuales se hundieron con el Lexington); los japoneses, 87 embarcados (incluidos los que se fueron con el Shoho) y 10 basados en tierra. En tonelaje, la U.S. Navy perdió 44.826 toneladas de buques, y la Teikoku Kaigun, 13.850.
El Shoho
Dejando a un lado esta polémica, cabe señalar que la batalla del mar del Coral tuvo tanta trascendencia e importancia como el infructuoso duelo habido entre los bien blindados Merrimack y Monitor -éste con su torre artillera móvil en los 360º, «cual caja de queso sobre una balsa»-, durante la guerra civil norteamericana, que demostró que el cañón podía resultar inútil ante la coraza; o el hundimiento, en salva rápida, de los tres cruceros acorazados británicos Hogue, Cresy y Abukir, por los torpedos del submarino alemán U-9, mandado por el teniente de navío Otto Weddigen, el 22 de septiembre de 1914, que reveló las insospechadas posibilidades del sumergible. Porque, en cada caso, aquellos dos combates y la batalla del Mar del Coral señalaron el comienzo de una nueva era en la guerra del mar.
El Yorktown