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Entre el 13 y el 14 de mayo, los franceses rodearon Lérida por completo; tendieron un puente barcas al norte para comunicar las dos orillas del Segre y, entre el 14 y el 26, trabajaron afanosamente en la reparación del cordón de fortificaciones levantado alrededor de la plaza por el ejército de Harcourt. Entre tanto, Britto hizo registrat a todos los habitantes y los puso a trabajar en las fortificaciones de la ciudad. Asimismo, el portugués hizo llevar todos los víveres y municiones a la ciudadela e instalar una batería de dos cañones cerca del Segre para hostigar a los franceses al otro lado del río. Con ayuda de Agustín Alberto, profesor de arquitectura y geometría, había logrado poner en defensa una muralla en la colina, al pie de la ciudadela, amén de otras fortificaciones en el flanco que bajaba hasta el Segre. Por lo demás, al carecer Lérida de foso, rebellines, medias lunas y estradas encubiertas, el 27 de mayo los franceses llegaron sin oposición al pie de la colina y comenzaron a cavar trincheras en zigzag a una distancia de entre 250 y 300 pasos de la mole rocosa (1).

El príncipe de Condé, convencido de que tomar la ciudadela era la única forma de rendir la ciudad, decidió concentrar en la roca todos sus esfuerzos, lo que permitió a Britto dejar bajo mínimos las defensas de otros puntos –con 1.800 hombres no podía cubrir todo el perímetro amurallado ni salir a escaramuzar con los galos–. La base de la defensa fue una compañía de un centenar de hombres que Britto formó ad hoc con los mejores soldados de la guarnición, la mayor parte oficiales reformados (2), a la que se llamó “compañía la de las bandas rojas” por las insignias que portaban. Los integrantes de la compañía iban armados con carabinas cortas, pistolas, alabardas, espadas y rodelas para luchar en las trincheras, y su intervención en los momentos decisivos fue clave. Para muestra de su implicación en la lucha, en los 35 días que duró el asedio tuvo tres capitanes distintos: el sargento mayor Alonso de Vega, muerto de un disparo en la cabeza por un tirador francés, el sargento mayor Juan Joquero, caído en una salida, y el capitán Miguel Valero.

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Lérida carecía de foso, pero su colina, con la ciudadela, era un obstáculo formidable, como muestra este grabado del asedio.

 

 

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Los franceses comenzaron sus obras en dirección a la puerta de los Infantes, que guardaba el tramo de muralla nororiental al pie de la colina. Britto hizo terraplenar la puerta y ordenó a su tropa comenzar a cavar una trinchera al pie de la colina para interceptar la de los galos. Estos, a pesar de lo imponente de la mole que se alzaba ante ellos, contaban con la cobertura de varios conventos y casas en ruinas. Además, Condé había traído consigo desde Francia 22 zapadores expertos al mando del mariscal de batalla François de La Baume-Leblanc de La Vallière, uno de los más reputados ingenieros de Francia. Pero Britto no pensaba quedarse brazos cruzados y llevó a cabo una defensa activa. La tarde del día 28 lanzó una salida sobre las trincheras francesas con la compañía de las bandas rojas, otros 100 infantes y 60 soldados de caballería. Los gastadores que estaban en ellas fueron presas del pánico al principio, pero Condé tenía 2.000 infantes y 300 caballos preparados por si acaso, y los de Britto tuvieron que replegarse sin poder causar grandes destrozos en las obras (3).

Para protegerse mejor de las salidas de la guarnición, los franceses comenzaron a clavar caballos de frisia (4) delante de sus trincheras. El 30 de mayo, para su sorpresa, la salida del sol reveló que muchas de estas defensas habían desaparecido; durante la noche un grupo de soldados y oficiales españoles habían bajado hasta delante de las trincheras y se los habían llevado sin ser descubiertos. Entre tanto, los galos acondicionaron dos baterías de artillería, una de tres cañones y otra de cinco, y comenzaron a bombardear el baluarte de Cantelmo y la muralla de la ciudadela (5). El primer obstáculo serio con el que se toparon fue el convento de San Francisco, que dificultaba su avance hacia el castillo y en cuya bóveda Britto apostó un sargento con 12 tiradores expertos para cazar enemigos en las trincheras, y en especial a los ingenieros.

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Mapa del asedio realizado por el coronel José García Aparici durante el mismo para la Junta de Guerra.

Tras sufrir pérdidas elevadas y tratar de obligar en vano a los mosqueteros rendirse, los franceses acercaron dos cañones a la posición y la bombardearon con intensidad entre el 31 de mayo y el 2 de junio. La virulencia del cañoneo y de su propio fuego de mosquetería impidió a los defensores del convento percibir que bajo sus pies los franceses estaban minando la posición. El 2 de junio, mientras numerosos mosqueteros franceses abrían fuego sobre las ruinas y los 13 españoles respondían, los zapadores detonaron la mina. Una tremenda explosión derribó el campanario, pero no la bóveda. Acto seguido, los franceses, creyendo a los defensores sepultados, asaltaron la posición. Poco después, la bóveda se les vino encima y enterró, con el sargento español y cinco de sus hombres, a unos 40 o 50 atacantes. Cuatro de los tiradores españoles lograron escapar por una escala de cuerda y refugiarse en Lérida. Otros tres, heridos, fueron hechos prisioneros, pero Condé, admirado por su coraje, los dejó libres al día siguiente.

Conquistado el convento de San Francisco, La Baume-Leblanc y Condé decidieron dejar de avanzar hacia la puerta de los Infantes y mandaron abrir nuevos ramales de trincheras en dirección hacia la ciudadela. Uno de los ataques corría a cargo del mariscal de Gramont, otro a cargo del mariscal de Châtillon y el último al de La Trousse. Asimismo, los zapadores galos acondicionaron siete baterías entre el convento de San Francisco y el de Santa María de Jesús que sumaban en total 30 cañones de entre 40 y 50 libras, con los que bombardearon el tramo defensivo entre las puertas de los Infantes y de San Martín –espacio cubierto por la ciudadela, principalmente–. Seguros de que los franceses querían expugnar el castillo, Britto y Agustín Alberto habían dispueto que la muralla se reforzase con una estrada encubierta y una estacada (6). Así, bajo un intenso fuego de artillería y mosquetería, mientras unos avanzaban, los otros se fortificaban.

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Soldados preparándose para el combate (Jacob Duck, años 1630).

El 3 de junio al anochecer, Britto ordenó una salida sobre una de las trincheras de ataque. En esta ocasión el ataque fue un éxito, las tropas españolas pusieron en fuga a la guardia de la trinchera, mataron a un buen número de gastadores, tomaron varios prisioneros y quemaron toda la obra, que los franceses habían cubierto con fajina. Los sitiadores, sin embargo, no se arredraron. Al día siguiente repararon las obras y siguieron cavando el ramal hasta llegar a los cimientos de un edificio viejo al pie del camino encubierto. Entonces, cavando bajo tierra, comenzaron a abrir la boca de una gran mina destinada a socavar la muralla de la ciudadela. Los españoles, no obstante, adivinaron sin dificultad las intenciones de los atacantes y, a su vez, comenzaron a cavar tres pozos detrás del camino encubierto para detener la mina francesa con contraminas.

Visto el destrozo causado por la salida del 3 de junio en sus obras, los ingenieros franceses echaron mano de tablones cubiertos con láminas de hierro para cubrir el ramal que daba acceso a la mina. Britto, deseoso de retrasar todo lo posible el avance enemigo, preparó una gran salida para el día 6 en la que tomarían parte 400 soldados bajo su mando directo. Antes de lanzar el ataque, el gobernador reunió a las tropas en la catedral, mandó entregar armas cortas a los que no tenían, repartió granadas, guirnaldas (7) y otros artefactos incendiarios y exhortó a los 400 con una arenga y un cuartillo de vino. Poco después, caían sobre las trincheras de ataque, entonces guarnecidas por el regimiento suizo del coronel Hans Jakob Rahn (8), cuyos hombres procedían sobre todo de Zúrich. Aunque se trataba de tropas fogueadas, la inesperada acometida española extendió el pánico entre las primeras guardias y pronto las trincheras estuvieron en poder de Britto y sus hombres, que pegaron fuego a la galería y destruyeron cuanto pudieron. Sólo la aparición del príncipe de Condé en persona logró que los suizos contraatacasen y recuperasen las trincheras, si bien ya era tarde para salvar las obras, que estuvieron ardiendo dos días (9).

El resultado de la salida española fue catastrófico para los franceses. Según Bussy-Rabutin las tropas que defendían los ataques tuvieron cerca de 100 muertos, entre ellos el ingeniero La Pomme –experto en minas– y un gentilhombre del séquito del príncipe, amén de un número indeterminado pero alto de heridos y 11 prisioneros. Por parte española hubo pocas bajas, la más importante de las cuales fue la del capitán Roque Pérez, del regimiento de la Guardia. Britto, concluida la lucha, envió un mensajero a Condé para hacerle saber que si era él, como sospechaba, quien había dirigido el contraataque de los suizos, hubiese ordenado a sus hombres no disparar para no poner el peligro la vida del príncipe. En agradecimiento, este le envió dos acémilas, una con nieve y la otra con fruta. Los combates, empero, se reanudaron pronto con mayor brutalidad.

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Antoine de Gramont, mariscal de Francia. Grabado de Pierre Daret.

Destruido el ataque principal, Condé resolvió, con el ingeniero La Vallière, desviar las trincheras hacia el tramo de la muralla antigua que descendía colina abajo, lugar donde se encontraban los neveros de Lérida. Desde lo alto, la artillería y la mosquetería españolas descargaban día y noche sin cesar sobre los franceses, que veían además como les llovían encima piedras, granadas y guirnaldas de fuego. Los ingenieros iban bien protegidos, pero Britto había ordenado a sus mejores tiradores estar ojo avizor para tratar de matarlos. Pese a las bajas, las obras galas avanzaban. Además de la mina de la galería quemada, los zapadores de Condé comenzaron a excavar otras dos; una el pie del baluarte de Santo Domingo y otra bajo la cortina de la muralla. Mientras, los zapadores españoles cavaban seis pozos para interceptar las obras francesas y abortarlas.

La noche del 9, Britto hizo lanzar sobre las trincheras de ataque una cureña llena de pólvora, granadas y cuatro bombas incendiarias. La explosión provocó tales destrozos que el mariscal de Gramont, que entonces estaba al mando de los ataques, pidió una suspensión de armas para retirar los muertos que alfombraban el espacio entre las murallas y las trincheras, cuyo mal olor mareaba a los hombres de las avanzadas. Britto se negó; adujo a que los cadáveres putrefactos formaban parte de las defensas de la plaza y que, tan buen punto los galos abandonasen el sitio, los haría enterrar como buenos cristianos. A ello añadió que si los franceses querían polvos aromáticos, se los haría llegar encantado. Indignado, Gramont rompió las conversaciones. Para entonces, Condé estaba convencido ya de que el gobernador de Lérida no era un soldado cualquiera.

Notas:

(1) Bussy-Rabutin, Roger de: Mémoires. París: Chez Rigaud, 1704, p. 217.

(2) Oficiales sin mando que servían como simples soldados.

(3) Bussy-Rabutin, Roger de: Mémoires. París: Chez Rigaud, 1704, p. 218.

(4) Los caballos de frisia eran maderos atravesados por largas púas de hierro o estacas aguzadas, que se usaba como defensa contra la caballería y para cerrar pasos importantes.

(5) El baluarte de Cantelmo se llamaba así porque había sido construido por órdenes del napolitano Andrea Cantelmo, uno de los grandes generales de Felipe IV y virrey de Cataluña entre 1644 y 1645.

(6) La estrada encubierta, o camino encubierto, es el espacio ancho que en las plazas de traza italiana se construía delante del foso. Contaba con la protección de un parapeto para los tiradores y del glacís, un ancho terraplén destinado a suavizar el impacto de la artillería. En Lérida, plaza que carecía de foso, el terraplén estaba al pie de la muralla de la ciudadela.

(7) No se trata de adorno navideño alguno, sino de roscas cubiertas de brea que se prendían en llamas y se arrojaban contra las obras de asedio enemigas.

(8) Hans Jakob Rahn (1600-1661), señor de Zumikon y Sauffenberg. Sirvió en los ejércitos de Francia entre 1626 y 1651. Murió de viejo en Zúrich “cubierto de las heridas que había recibido en diversos encuentros al servicio del Rey”. Véase: Girad, Jean-François: Histoire abrégée des officiers suisses qui se sont distingués aux services étrangers dans des grades supérieurs, II. Friburgo: Luis Piller, 1781, pp. 235-237.

(9) Sobre la escasa combatividad de los suizos, resulta revelador conocer que el noviembre anterior, en la batalla de Santa Cecilia, librada frente a Lérida cuando el ejército del Marqués de Leganés atacó a los franceses que sitiaban la ciudad, el regimiento de Rahn sufrió nada menos que 140 muertos y 260 heridos. Es lógico imaginar que la moral de los supervivientes había quedado muy tocada. Véase: De la Tour Châtillon, Beat-François (barón de Zur Lauben): Histoire militaire des Suisses au service de la France, VII. París: Desaint & Saillant, 1752, p. 6.