Imprimir
Categoría de nivel principal o raíz: Artículos
Visto: 14668

El Pimpinela Español

Fueron años crueles los de nuestra guerra civil para España y para personas que, venidas de toda Europa, se vieron arrastradas en aquel enconado y sangriento conflicto interno de aquellos momentos: la guerra española de 1936-39.

Han pasado los años y con ellos el recuerdo de un inglés noble y valeroso que arriesgó su vida salvando la de los españoles. Christopher Lance, llamado el Pimpinela Español. El espectáculo de aquellas horas trágicas que vivía nuestro país impulsó al capitán Lance a salvar la vida de 99 personas, dándolo todo por aliviar el sufrimiento de sus semejantes. Este será el mejor aval para que sus hazañas de valor y de audacia se convirtieran en leyenda.

 

 

 

Se hubo de enfrentar en medio del asfixiante calor del verano español, se unió junto al terror que sembraban las milicias otro motivo de inquietud. Pronto se supo que, aunque, el alzamiento había fracasado en Madrid la situación era muy dispar en otras partes de España con alternativas para ambos bandos, preponderando en las regiones industriales el triunfo del gobierno republicano, anulado por el de los sindicatos y organizaciones revolucionaras que obviando el poder se habían apoderado de la calle.

Era ya evidente que no se trataba de un trastorno pasajero ni de una algarada, sino de una guerra civil en gran escala, con todas las atrocidades que acompañan a estos conflictos internos. En el Gobierno reinaba el caos. Se sucedían las dimisiones y nombramientos, y los ministros, presas de pánico, se refugiaban en el Ministerio de Marina, que estaba protegido por barricadas. Todos los sindicatos y todos los partidos políticos de la izquierda organizaban por su cuenta sus propias milicias, sin ningún objetivo común, sin orientaciones del Gobierno.

En tan grave situación, Lance y algunos de sus amigos comprendieron que había que hacer algo para proteger a la colonia inglesa. La Embajada, situada en la calle de Fernando el Santo, estaba cerrada entonces porque el embajador, sir Henry Chilton, y su personal se habían trasladado hacía poco a San Sebastián, como todos los años en la época del calor. En Madrid sólo quedaba un cónsul, que no estaba a la altura que la situación requería. La colonia inglesa no tenía quien la guiase. Lance sugirió al cónsul que abriera la Embajada para que los residentes ingleses pudieran acogerse a la protección de sus muros. El infortunado cónsul contestó que no tenía atribuciones para dar semejante paso. Pero Lance se ofreció: “Perfectamente. Si usted abre la Embajada, yo asumiré toda la responsabilidad”.

Así fue como Lance, profundamente conmovido por la angustia y las calamidades que lo rodeaban, dio los primeros pasos en su largo camino de ayudar al prójimo, un camino que poco a poco lo fue llevando a misiones peligrosas.

Se calculaba que había 350 ingleses en Madrid, pero los que irrumpieron en la Embajada a fines de aquel julio sofocante fueron unos 600. La Embajada tenía sus locales en un edificio vasto y hermoso que se alzaba en medio de extensos terrenos vallados. Sin embargo, su amplitud era insuficiente para semejante muchedumbre.
Cientos de personas se acordaron de pronto de que, ignorando en qué fecha, habían nacido en un barco inglés o en Gibraltar. Buena parte de ellos desconocían por completo el inglés, y de algunos incluso se sabía que no simpatizaban con los ingleses. La llegada de aquella multitud fue patética. Ancianos y mujeres llenos de angustia, niños aterrados, enfermos de todas las edades, formaban parte de los grupos. Parte de aquellos refugiados tenían en España cuanto poseían y ahora se veían en el trance de abandonarlo todo: bienes, amistades, cosas queridas... Sólo les quedaba lo que llevaban encima. Había un grupo especialmente conmovedor de monjas irlandesas que habían pasado momentos difíciles y que se habían visto obligadas, ante la violencia desatada contra los religiosos, a despojarse de los hábitos.

En la Embajada, el agua, los víveres, los servicios higiénicos, las camas, y toda clase de suministros, eran insuficientes; el comité se veía y se deseaba para resolver tantos problemas. Lance empezó a dar muestras de las aptitudes que le habían de atraer la confianza y la admiración de hombres y mujeres perseguidos por la adversidad. Su energía, su habilidad y su tacto para tratar con las autoridades españolas eran cualidades inapreciables en aquellos momentos, pero aún tenía más valor la confianza que sabía inspirar a aquellos que buscaban una luz en medio de su desorientación.

Cuando a primeros de agosto llegó Forbes , enviado por el servicio diplomático inglés, nombró a Lance agregado honorario que en cierto sentido ofiacializó la buena obra que en favor de la colonia inglesa estaba realizando. Ahora estaban aparentemente protegidos por la bandera inglesa que ondeaba en sus autos, y llevaban brazaletes con los colores rojo, blanco y azul, tanto él como los demás súbditos ingleses circulaban con cierta seguridad, ya que los republicanos, por regla general, respetaban a los extranjeros, siempre que no se tratara de alemanes o italianos.

La helada garra del miedo tenía agarrotada a toda la población de Madrid. Aquellos de quienes se sabía que simpatizaban con las derechas no podían salir a la calle sin exponer su, vida. Un día los milicianos, pistola en mano, se llevaron el auto de Lance del garaje y desde entonces tuvo que depender de los coches que le prestaba la Embajada.

El doctor Mariano Gómez Ulla, amigo de Lance, famoso cirujano y hombre humanitario que se había atraído el afecto de los trabajadores, tuvo peor suerte. Lo prendieron, y cuando estaba a punto de ser fusilado, las autoridades de la República, en vista de la extraordinaria escasez de médicos de que adolecía la capital, ordenaron que se le movilizara en calidad de preso para prestar servicios en el hospital. militar establecido en el hotel Ritz.

Estas pequeñas incidencias dan idea de los procedimientos que entonces se utilizaban. Incluso salir a la calle bien vestido, o simplemente llevar corbata, era exponerse a recibir insultos. Salir a la calle después del atardecer, cuando los denominados «guardas» campaban por sus respetos, era un acto que muy pocos se arriesgaban a afrontar. La vida social nocturna de Madrid había terminado. Hoteles y restaurantes habían cerrado sus puertas. Sólo permanecían abiertos unos cuantos, que frecuentaban los funcionarios gubernamentales, los milicianos y los amigos de unos y otros. Un Madrid vulgar y estridente ocupó el lugar del anterior. Las banderas rojas, las hoces y los martillos, los retratos de Stalin, las consignas soviéticas y las películas rusas que habían invadido los cines mostraban con toda claridad cuál era el viento dominante.

Al desarticularse los medios normales de suministro y distribución, se notó una escasez creciente de toda clase de artículos, lo que aumentó la inquietud general. En los escaparates de las tiendas apareció muy pronto el irónico cartelito de “Nada de nada”. Los víveres escaseaban cada vez más. Poco tiempo después ya no había leche, ni huevos, ni mantequilla, ni carne, ni verduras frescas. El servicio de agua sufría largas interrupciones. El servicio telefónico, explotado por los norteamericanos, funcionaba todavía con bastante regularidad, pero el suministro de electricidad era cada vez más limitado, y más escasos los tranvías.

Christopher Lance y otros elementos de la colonia inglesa, como Margery Hill, Eric Glaisher y Bobby Papworth, se multiplicaban en su misión humanitaria. No había nada político en su conducta: se limitaban a ayudar a hombres y mujeres azotados por la adversidad. Les llevaban víveres y otros artículos de primera necesidad, les comunicaban noticias de sus familias o, sencillamente, los visitaban para animarlos. A veces, incluso les ofrecían refugio en sus propias casas. Todo esto no era más que un leve principio de lo que vino después: Lance no tardó en dar pasos más peligrosos.

Comprendiendo el peligro de muerte que significaba para cualquier persona de derechas que se le encontrara un arma encima, Lance visitó a todos sus amigos y les convenció de que le entregaran sus revólveres. Por la noche, después de engrasarlos y jugándose la vida, se dirigía al Retiro, saltaba la verja y enterraba las armas entre las plantas. Para ello utilizaba una azada que tenía escondida entre la vegetación. A fin de que cada propietario pudiera encontrar más tarde su propia arma, Lance precisaba su situación contando los barrotes de la verja desde la entrada. Igualmente puso a buen recaudo las joyas de gran número de ingleses y españoles, incluso las del duque de Alba, más tarde embajador de España en Londres, en la enorme caja de caudales de la Embajada británica, que le cedió para este fin Ogilvie-Forbes. Lance jamás llevaba armas encima.



Los españoles parecían creer que los ingleses, y también otros extranjeros, eran «inmunes a las balas». Lance no era de esta opinión. La primera amenaza de que fue objeto procedió de los trabajadores de su propia compañía, cuyo comité, trataba de apoderarse de la dirección del negocio para encauzarlo con arreglo a sus fines.

El comité había hecho cuanto estaba en su mano para expulsar a Lance de la compañía, ya que veían en él un obstáculo para la realización de sus planes, pero, al ser extranjero y no haber demostrado ningún partidismo político, no podían tratarlo como a un «fascista» español. Lance, sin perder el buen humor y utilizando la inteligencia, no se dejaba atropellar. Intentaron rebajarle el sueldo a la mitad, pero no lo lograron. Dejaron de pagarle, pero no les sirvió de nada. Lance, contaba con el apoyo del Banco, gracias a su amigo Glaisher, sonreía y seguía desempeñando unas funciones en las que nadie le podía sustituir.

Se recibieron noticias de Whitehall, indicando que se había enviado el buque «Devonshire» a Valencia para recoger a los refugiados, por lo que era necesario entablar negociaciones con el gobierno republicano para salvar los inconvenientes de la evacuación hacia el puerto del Mediterráneo. Los refugiados se dividieron en dos: aquellos que tenían miedo de cruzar el país, asustados por los bombardeos y el movimiento de ejércitos, y los que estaban dispuestos a correr el riesgo. El ingeniero Lance convenció a su esposa para que diera ejemplo y, con otras mujeres, se preparara para marchar hacia Valencia. La expedición partió el 30 de julio de 1936. Al cabo de cinco días, quinientos refugiados más lograron marcharse.

A primeros de agosto llegó a la capital G. Ogilvie-Forbes, representante ingles en Madrid, con unas instrucciones muy precisas. Era un hombre capacitado y enérgico, dotado de excelente humor, pero que se regía por un código muy riguroso de ética diplomática. Era católico y, por lo tanto, poco probable que simpatizara con el gobierno del Frente Popular, pero nunca dejó entrever el menor indicio de simpatía por ninguna de las dos partes en pugna.

Al agravarse la situación en la capital, un gran número de súbditos británicos expresaron sus deseos de abandonar la ciudad, por lo cual se organizó una expedición. El cónsul hizo una lista con los nombres de todas las personas y la envió a las autoridades republicanas, tal y como éstas exigían. La Junta de Defensa proporcionó dos camiones del ejército con sus conductores pero impuso una serie de condiciones. La principal era que los evacuados habían de dejar en España sus joyas, y sólo podían llevarse una parte determinada de dinero. El ingeniero Lance recogió las alhajas y el liquido sobrante y los depositó en la caja de caudales de la embajada. La expedición partió para Alicante -donde les esperaba el vicecónsul H.C. Brooks- con estrictas órdenes de evitar cualquier percance con las patrullas de milicianos, ateniéndose a la legalidad vigente. Embarcaron todos en un buque británico menos un español, Ginés Navarro, al que los milicianos amenazaron con matarle, hasta que la intervención del representante británico logró salvarle.

A fines de enero de 1937 se formó en el consulado una nueva lista de evacuados. Existía un gran número de personas que se habían acogido a la protección del hospital, por lo que era necesario aliviar su número. Desde Valencia, donde se había trasladado la sede oficial de la embajada, se anunció la llegada para el día 6 de febrero de un buque británico a Alicante. El ingeniero Lance -a titulo personal decidió incorporar en la lista a varios españoles perseguidos por su adscripción al bando nacional, como el arquitecto Fernández Shaw. Eric Glaisher, amigo de Muñoz Seca, solicitó que se sacara clandestinamente a la hija del dramaturgo español, la cual estaba siendo estrechamente buscada por las milicias y la policía. La lista alcanzó la cifra de setenta y dos personas. Muchas de ellas, especialmente las propuestas por el cónsul, no tenían pasaporte y casi todas con apellidos españoles. Se les convocó en la embajada para el día 5 y se les advirtió del peligro que corrían de no tener documentación en regla. Algunos sólo podían exhibir las tarjetas de socio de la Cámara de Comercio británica o del Club Anglo-Norteamericano.

Pese al peligro que corrían los indocumentados, el ingeniero Lance decidió evacuarlos por lo que la expedición partió al día siguiente.

Tras un auto de la embajada, continuaron una ambulancia con tres inválidos y tres camiones del ejército republicano con sesenta y ocho evacuados. Tras quince horas de viaje y numerosas paradas de control llegaron a Alicante, donde fueron alojados en cinco hoteles, pero algunos tuvieron la mala idea de pasear por la noche, en lugar de permanecer en sus habitaciones, levantando las sospechas de los milicianos que no creyeron que se tratara de simples ciudadanos ingleses.

Al prever los peligros del embarque, los diplomáticos británicos encargados de la expedición acudieron al gobernador civil, que se remitió a Álvarez Vayo. El ingeniero Lance logró conectar con el ministro que exigió, para conceder una autorización que convenciera al comité anarquista del puerto, la lista completa de evacuados, que le fue proporcionada, pero sólo con un apellido, para evitar que algunos fueran reconocidos, como la hija de Muñoz Seca. Por fin llegó el documento oficial y los refugiados pudieron embarcar, no sin algún percance, en el buque de guerra británico.

La colonia británica de la capital mermó considerablemente, pero todavía funcionaba el hospital donde estaban refugiados algunos falsos enfermos, como el coronel Antonio Herraiz, que se hizo pasar por paralítico durante dos años. El ingeniero Lance, bajo la excusa de su traslado a Gran Bretaña, organizó la salida de cinco personas: una familia cercana a una dama británica; Ana María Cobián, una de las cinco hijas de Eduardo Cobián, miembro activo de Acción Católica, que había sido salvada de la cárcel por el propio Ogilvie-Forbes; el doctor Enrique Agrasot, ayudante del doctor Luque; y Joaquin Amel, empleado en las ambulancias de la voluntaria escocesa E. Jacobson. El grupo partió el 20 de marzo en dos coches con destino a Valencia, donde pudieron embarcar casi todos en un buque británico con destino a Amberes. Los dos últimos fueron trasladados clandestinamente al buque «Maine» en Alicante, destructor que se dirigió a Gibraltar. Ese mismo mes, el ex agregado comercial británico en Madrid, Pack, acudió con otro inglés, Mr. Fraser, a Burgos, con el objeto de realizar negociaciones comerciales, sospechándose de su entendimiento con las autoridades nacionales. Sin embargo, Edwin Lance regresó a la península y el mismo día 22 de abril llegaba a la capital. Decidió proseguir con su humanitaria labor, por lo que desechó la
posibilidad de evacuar más mujeres, pues no corrían tanto peligro como los hombres en edad militar y había embajadas que organizaban expediciones donde era más fácil que se incluyeran. Además, no podía contar ya con organizar grandes evacuaciones pues la embajada había trasladado a la mayor parte de la colonia británica.
«En una expedición exclusiva de mujeres y menores de 18 años a cargo de la embajada inglesa se negó la entrada en el buque hospital Maine, cuando ya subía la escala, a un muchacho enfermo, nieto del general Weiler, porque precisamente aquel mismo día llegaba a la edad limite».

Ante estas circunstancias, el plan del agregado honorario consistió en evacuar el mayor número de hombres, bajo peligro de muerte, de uno en uno o, a lo sumo, de dos en dos, hacia Valencia, embarcándoles en pequeños mercantes ingleses. Como era necesario esconderles durante el día, hasta negociar su entrada en un barco, Lance organizó algunos pisos como refugio y pensó en un ardid para sacar a los fugitivos. Un día reflexionó en uno de los productos españoles que se recibían con más entusiasmo en Gran Bretaña: las naranjas. Su pensamiento voló hacia Levante, hacia los puertos de Valencia y Alicante, donde diariamente embarcaban la preciada carga con destino a puertos europeos. En aquel instante acababa de encontrar el camino para sus refugiados.

Así pues, periódicamente, y aprovechando la oscuridad de la noche, una ambulancia marca Chevrolet donada por un filántropo escocés, con enseña angloamericana partió desde Madrid, durante los meses siguientes, con dirección a la costa levantina, portando «cajas de naranjas» con destino a Gran Bretaña, desde donde su mujer -Inger Mary- le comunicaba la llegada de las mismas. Cada vez que se proyectaba un nuevo envío,
Inger recibía un telegrama con las siguientes palabras: «S.S. Blank. London». Para ella significaba un nuevo peligro para su esposo, que se jugaba realmente la vida con esta tarea humanitaria, aunque siempre evitó falsificar documentos o negar su identidad. Su despacho de la madrileña calle de Espalter comenzó a ser vigilado por la policía republicana, escarmentada de la salida ilegal de tantos españoles del país.

Una tarde, dieciocho meses antes de que finalizara la guerra, recibió una llamada urgente de su jefe de empresa, advirtiéndole de que su piso estaba siendo registrado. No trató de huir, pese a que ya había sido descubierto. Después de ser detenido y estar sometido a un duro interrogatorio, fue encarcelado. En las prisiones de Segorbe y en otras varias penitenciarias pasó los días más duros de su vida. Aislado, recibió en muy pocas ocasiones visitas de sus amigos. Desde Londres y Madrid se gestionó su libertad. De la bodega del carguero «Uruguay», en donde estuvo hacinado junto con otros cientos de personas, marchó a una checa de Gerona. Allí recibió una tarde un papel con un número apuntado a lápiz. Era el 350, su turno para ser fusilado. Sólo días antes de que la sentencia se cumpliera, recibió la visita de Srike Stevenson, cónsul de Gran Bretaña, quien logró su libertad, trasladándole a Londres.

Su callada labor permaneció en el anonimato hasta 1960, cuando se publicó la edición británica del libro firmada por C. E. Lucas Phillips que explicaba sus hazañas en España. Aquí publicó el libro Editorial Juventud en 1965 con el título “El Pimpinela. De la Guerra española 1936/39” del cual se ha inspirado este artículo.

En noviembre de 1961 Edwin C. Lance volvió a España, invitado por el Ayuntamiento de Madrid -al frente del cual estaba el conde de Mayalde-, que le ofreció un homenaje oficial por la labor humanitaria que había realizado en la guerra. «Nunca imaginé este recibimiento», dijo entonces a los numerosos periodistas que acudieron a su rueda de prensa. Junto a su esposa, había vivido veinte años en el más completo anonimato, hasta que un escritor inglés publicó un libro sobre su actuación.

 

Ambulancia de la Embajada inglesa.

Quieres comentar este artículo? Entra en el foro de opinión