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Departamento de Guerra en 1860. W D.C

Capítulo XXI: Fin de 1861 en el Este

La gran noticia militar del otoño de 1861 en el Este fue sin duda la sustitución al frente del Estado Mayor y Mando Supremo unionista del viejo Teniente General Winfield Scott por el Mayor General George Brinton McClelland. McClelland había iniciado sus maniobras contra su antiguo protector ya en la primera mitad de Octubre, aprovechando que la habitual mala salud de Scott empeoraba con el clima otoñal para subrayar algo evidente: que el hombre claramente no estaba ya capacitado en lo físico. En ese aspecto, el mismo Scott estaba de acuerdo con él, pero no veía al joven McClelland como su sustituto, y pretendía ganar tiempo mientras buscaba algo mejor. Erróneamente, en aquellos días trabajaba intentando preparar el terreno a Henry W. Halleck, que hoy sabemos que no resultaba tampoco una alternativa satisfactoria.

Ya el 18 de Octubre, durante una sesión del Mando centrada en la expedición de Port Royal, se produjo un enfrentamiento directo entre ambos. Y era sabido que McClelland estaba “trabajando” activamente a la oficialidad, tratando de disminuir a Scott con un truco de ejecutivo que tendía a ridiculizar el plan de estrangulamiento económico y militar del Sur que aquél había expuesto en Abril. Lo curioso es que, como el plan era bueno, McClelland no trató de analizarlo o discutirlo. Simplemente lo desacreditó, apodándolo con un nombre que, a la vez que describirlo bien, sonaba ridículo al ser pronunciado por gargantas anglosajonas, poco acostumbradas a lidiar con las vocales del Mediodía: lo llamó “Plan Anaconda”.

Así, el ridículo y la sensación de comedia sugerida por la mala pronunciación de la palabra se trasladaban al plan, que producía irrisión sin ser examinado. ¡Un maldito truco de publicitario!

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Anaconda Plan, 1861

Y que a la vez, el joven McClelland cortejaba a sus propios mandos, oficiales y tropa, a los ministros más levantiscos del Gabinete, a los ultras abolicionistas (consiguió que le apoyaran, siendo él propietario de esclavos), a los periodistas, que comían en su mano y le habían convertido en un gigante a ojos de las masas. Los soldados le llamaban “Pequeño Mac”, los periodistas le comparaban con Napoleón. Y es que tenía un tratamiento para cada uno.

A los mandos les pasaba las órdenes como pidiéndoles un servicio personal que nadie más podría hacerle. (La orden podía ser simplemente que desde el día siguiente las tropas vistiesen el capote de invierno). Y así creaba una especie de intimidad que se los ganaba a salvo de una o dos medias excepciones. La excepción completa era Irvin McDowell, que se había formado como él con Scott y en un trabajo similar, y conocía parte de los trucos, habiendo sido desplazado por McClelland del mando del Ejército estaba predispuesto contra él. Eso le hizo descubrir inicialmente alguna de sus maniobras, deviniendo así hipercrítico respecto a su superior, y el “ateo oficial” de la “fe McClelland”. Las medias excepciones eran Edwin V. Sumner, viejo y cascarrabias, (mandó el 2º de Dragones antes de que McClelland ingresara en West Point), que de lejos desconfiaba de él, pero sucumbía a su encanto en su presencia, y Joseph Hooker, que no se le oponía, pero era demasiado narciso para adorar a nadie que no fuese él mismo.

A los soldados se los ganaba pasando al galope una y otra vez cerca de sus formaciones, cuando estaban en el campo. Los soldados veían pasar al grupo de jinetes, todos bajitos, todos a galope tendido, con los quepis (siempre pequeños, tipo “chasseur”), calados hasta los ojos y aire decidido, y se quedaban encantados, creyendo que el gran jefe acababa de hacer algo importante y se dirigía a hacer otra cosa importante. A los soldados les gusta ver con frecuencia a los altos jefes, sobre todo si no tienen que soportar las molestias de una revista formal. En aquellas circunstancia por el contrario, era motivo para hacer un alto en el trabajo y relajarse lanzando hurras y tirando los quepis al aire, mientras el gran hombre, benevolente, levantaba un momento el suyo, saludando sin perder el ritmo de su galopada.

A los periodistas y los políticos, siempre refitoleros y encantados de poseer secretos, aunque sea para guardarlos, les explicaba “en confianza y absoluto secreto”, su no menos secreto plan de operaciones, con lo que se derretían de puro agradecimiento. Aquél llegó a ser uno de los “planes secretos” más conocidos de todos los tiempos e inevitablemente, acabó siendo enviado al Sur. No importa, se trataba de un encadenamiento de vaguedades en el más clásico estilo “estrategia de café”, que profesionales como Cooper, Joseph Johnston y Lee, (que pronto se reuniría de nuevo con ellos en Virginia), no se tomaron en serio ni siquiera por un minuto. ¡Pero qué bien “cortejaba” McClelland! Si todo lo demás llega a fallarle, hubiera podido labrarse un porvenir como gígolo.

Y en mitad de su campaña anti-Scott, el desastre de Ball’s Bluff vino a poner un arma perfecta en sus manos. Se lanzó de inmediato a la palestra recordando que “él” había desaconsejado todo tipo de operaciones ofensivas, y si aquella desgraciada iniciativa se había llevado adelante había sido por “órdenes superiores”, (de Scott), que seguían más bien dictados no profesionales sino políticos, (de Lincoln con lo que amenazaba veladamente a éste con incluirle en su campaña de descrédito sí seguía apoyando al viejo jefe de Estado Mayor).

George B. McClelland, USA
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Lincoln lo hizo, de todas formas, durante más de una semana. Pero Scott, que estaba muy cansado y amargado, y se consideraba parcialmente culpable de aquél pequeño desastre, no consintió que siguiera haciéndolo, y presentó su dimisión el 31 de Octubre. Inevitablemente, el Presidente hubo de nombrar como su sustituto a George Brinton McClelland el siguiente 1 de Noviembre, viernes.

Algo sacó sin embargo el Presidente de aquella crisis, y esto fue que, de algunas pistas proporcionadas inconscientemente por William Seward durante las nerviosas sesiones del Ejecutivo que la acompañaron, pudo obligarle a admitir que había estado manteniendo una “línea directa” de comunicación con McClelland a espaldas del resto del Gabinete. (Naturalmente, era uno de los depositarios del famoso “plan secreto”). Al hacerlo y en cierto modo aún más, al haberse dejado sorprender haciéndolo, puso al Secretario de Estado en una posición ridícula respecto a sus compañeros de Gobierno, reduciendo aún más las ya mínimas posibilidades que aún pudiera tener de sustituir a Lincoln.

En realidad las redujo a cero porque Seward, que era buen perdedor y hombre con sentido del humor, quedó bastante admirado de la habilidad con que el Presidente lo había atrapado y, dejando atrás sus últimas reservas y la totalidad de sus antiguas segundas intenciones, hizo definitiva y francamente la paz con Lincoln, por el que llevaba meses sintiendo una creciente admiración, y se convirtió en su más leal y eficaz colaborador en todo momento.

Algo que a menudo se insinúa, pero que normalmente se evita escribir con todas sus letras, es que existen indicios de que McClelland creía que su cargo de jefe de Estado Mayor iba a llevar aparejada (antes o después y más bien antes), la dirección de una dictadura o un “gobierno fuerte” de corte militar. De hecho, él y varios de sus adoradores más inmediatos llevaban semanas propalando por Washington la necesidad de “un régimen fuerte”, Y tres hechos que se produjeron en los días siguientes a su ascenso señalan en el mismo sentido.

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McClelland y su Estado Mayor

En primer lugar, el 11 de Noviembre se efectuó en Washington una gran parada ciudadana nocturna de portadores de antorchas, para honrarle. Y por muchos seguidores espontáneos que tuviese éstos, que podían haber explicado una manifestación diurna, no sirven para aclarar el origen e intención de tal parada, que necesitaba organización, logística y no poco gasto de dinero. A continuación y habiendo mantenido el mando del Ejército del Potomac a la vez que tomaba el del Estado Mayor, el 20 celebró su propia promoción con un desfile de 60.000 soldados de su Ejército por el centro de la capital. Es dudoso que alguna vez, después de alguna de sus grandes campañas victoriosas. Napoleón llegase a hacer desfilar por París tanta tropa y resultaba francamente desproporcionado para el ascenso de un general aún no probado, por popular que fuese, pero encaja perfectamente con el tipo de demostraciones de capacidad de movilizar masas civiles y fuerzas militares que suele preceder a la instalación de “regímenes fuertes”.

Finalmente está la muy conocida anécdota de que, como fuese que el contacto entre el Gobierno y su nuevo jefe de Estado Mayor se estaba haciendo esporádico. Lincoln y varios otros miembros del Gabinete acudieron el 13 al palacete de Washington en que aquél vivía. (Porque, aunque presumía de frugalidad militar y recibía siempre a los periodistas en los campamentos, el “Pequeño Mac” volvía por las tardes a un lujoso palacete en el centro de Washington, donde lo esperaban su esposa, muy joven y bella, y todas las comodidades de la gran vida burguesa ciudadana). Y sucedió que McClelland estaba ausente, en los campamentos, presenciando una parada, preparatoria de la del 20. Y después de esperar pacientemente varias horas, el Presidente fue informado de que el general ya hacía rato que había regresado pero, encontrándose fatigado, se había ido a la cama sin recibirle y estaba ya acostado.

Esta anécdota suele ser contada como ejemplo de la soberbia y la grosería del general hacia la Presidencia. Pero viniendo de un hombre en muchos aspectos tan “cortesano” como McClelland, resulta muy chocante, y encaja mucho mejor con el tipo de desapego hacia las autoridades civiles del militar que se dispone a imponer un régimen fuerte, y creemos que debe ser interpretada en tal sentido. (Más tarde, si no amable u obsequioso, el “Pequeño Mac” iba a tratar a la Presidencia con mucho menos desapego).

No parece sin embargo que McClelland fuese el tipo clásico del golpista y se dispusiera a mandar sus tropas a ocupar edificios públicos y otras acciones típicas del “cuartelazo” clásico. Más bien estaba convencido de que “los que realmente cuentan”, esas minorías poderosas que normalmente tienen un influjo enorme en la andadura política de cualquier país, tenían que estar persuadidos de la conveniencia de un régimen semejante. Y en cuanto él les hiciera señas, (como estaba haciendo), demostrando que tenía la capacidad y la disposición para ponerse a su frente, se encargarían de instaurarlo, (en una forma que tratara más o menos de guardar las apariencias), y correrían a ofrecérselo.

Su convencimiento partía sin duda del hecho, (que “a posterior” quedó meridianamente claro), de que ni tenía la menor idea de cómo podía ganar la guerra, ni creía siquiera que ésta pudiese ser ganada. Por tanto, habría de llegar un momento en que fuese preciso explicar a la masa que el Sur iba a ser independiente y la guerra estaba perdida. Y como la reacción del público era imprevisible, y sin duda en muchos casos resultaría violentísima, cualquier gran propietario había de estar deseando que, antes de ése momento, se instaurara un régimen fuerte, con la capacidad y la disposición de contenerla.

Donde el cálculo de McClelland fallaba era en dos o tres puntos. En primer lugar, si bien parte de los “potentiores” del universo unionista pensaban precisamente como él creía, (en especial los llamados “Caballeros del Círculo de Oro”), muchos más disentían. Así los ultraconservadores líderes de los demócratas derechistas, dispuestos a todo antes de permitir la pérdida de la unidad nacional, o el grueso de los industriales, banqueros de negocios y pequeños banqueros, que pensaban que la guerra los enriquecería más cuanto más a fondo se hiciera.

Por otro lado no parecía darse cuenta de que el gran poder de tipo político que ejercen normalmente “los que realmente cuentan” se apoya mucho en la indiferencia y la ignorancia de las grandes masas, sobre todo en una democracia, y es muy difícil de ejercer cuando la masa de las clases medias y buena parte de las bajas están alertadas y enfervorizadas, como suele suceder en las guerras populares. (Y aquélla lo era).

Por último, se le escapaba otro detalle, que Lincoln percibió al momento y este era que, en general, en una democracia en guerra no es tan difícil llevar a la dictadura a un militar victorioso. (Y él no sólo no había comenzado aún a luchar, sino que obviamente le daba retortijones de estómago tan sólo el pensar en hacerlo).

Curiosamente, en su idea de que la victoria no era posible, McClelland se apoyaba, como buen hombre de Estado Mayor, en la ortodoxia militar más clásica. En efecto, la escuela clásica europea, desconfiando de los problemas logísticos, tendía a intentar decidir las guerras en espacios relativamente reducidos. (De lo que, en zonas de especial valor estratégico, como Bélgica y su entorno, se habían creado “reñideros” europeos en los que a menudo se había librado más de 50 campañas en los últimos 350 años). Napoleón se había apartado de la norma, confiando en los nuevos caminos y los ejércitos de masas para librar campañas de objetivos mucho más lejanos. Así, había logrado notables éxitos en sus campañas de 1805, (de Calais a Austerlitz), y 1806, (de París a Berlín). Pero también había cosechado severos fracasos cuando estas largas expediciones iban más allá de las zonas bien comunicadas y densamente pobladas de la Europa más rica, con hitos como la destrucción de su Ejército de Andalucía por los españoles en Bailén en 1808, o el calvario de su Grand Armeé en la Retirada de Moscú en 1812.

Los ortodoxos como McClelland calculaban que, en distancias y baja densidad de población, la mayor parte de los Estados Unidos de 1861 no tenían nada que envidiar a España o la Rusia europea occidental. Y no sintiéndose capaces de superar a Napoleón, consideraban la victoria imposible. (Esa es también la causa de porqué tantas acciones importantes de la Guerra Civil Americana se libraron en el reducido espacio entre Washington y Richmond, con una frecuencia que a muchos expertos modernos en asuntos militares les parece ridícula y obsesiva. Pero se trataba de contentar a los ortodoxos, llevando la guerra a un escenario de dimensiones razonables a escala europea).

McClelland ya había dado, para el que quisiera verlas, muestras de una curiosa ambivalencia que trataba de ocultar su miedo a operar. Así, siempre había exigido verdaderas barbaridades para formar el Ejército con el que aseguraba ir a lanzar una gran ofensiva en otoño. En pleno verano, había pedido incluso que todas las fuerzas de los demás frentes fuesen reducidas a 20.000 hombres para acumular todo el resto bajo su autoridad. (Estupendo, y así ir perdiendo Missouri, Kentucky, etc). Tan tarde como el 18 de Octubre, su disputa con Scott se había iniciado cuando trató de imponer la suspensión de la Expedición de Port Royal, para que sus fuerzas de tierra se incorporaran al Ejército del Potomac. Y durante las 3 primeras semanas del mes, no se le había oído sino gruñir sobre la necesidad de prescindir de “fuerzas superfluas” para que sus hombres y armas “revirtieran al Ejército principal”.

Pero a la vez, no se había mostrado en absoluto agresivo en la cuestión de las baterías del Firth del Potomac y el 27 de Septiembre, interrogado sobre sus planes e instado a fijar la fecha del avance, (ya era otoño), se negó a hacerlo o a dar explicaciones, aunque aseguró tener un “plan secreto”. (El luego famoso “Plan Secreto”). De todo ello, parece que Lincoln hizo un diagnóstico bastante acertado de las debilidades de su Jefe de Estado Mayor, y se dedicaba a machacar sobre ellas, pidiéndole una y otra vez la prometida ofensiva de otoño. (Había pasado ya medio otoño y ni siquiera se había fijado aún una fecha).

Sólo que ahora, McClelland parecía padecer un grave caso de amnesia respecto a la prometida ofensiva y fingía no oír las perfectamente justificadas peticiones del Presidente. El sólo hablaba ahora sobre el “lamentable estado” de las tropas de otros frentes, y la necesidad de reorganizarlas. (Exageraba y además él era el principal culpable de su escasez de equipo, por haber arramplado con todo para “su” Ejército del Potomac). Lincoln fingía no darse cuenta de las maniobras de distracción de su mal criado Jefe de Estado Mayor y para cuando dejó su particular acoso el 1 de Diciembre, McClelland había recibido bastantes sacudidas, y parece que había perdido buena parte de sus aspiraciones a crear un régimen fuerte que nadie acudía a ofrecerle acaudillar. En cuanto a Lincoln, era diáfanamente claro. “Yo mismo le sentaré en la Presidencia” decía de McClelland, "si es como vencedor del Sur”. Su última comunicación de aquélla serie, el 1 de Diciembre, fue una nota en la que, muy sarcástico, le informaba en tono de seriedad que “si alguna vez se decidía a avanzar, el Gobierno no le pondría ningún inconveniente”.

Entretanto, y con tan pacífico comandante, los frentes orientales apenas registraban movimiento. Tan sólo al Este y por fingir que se hacía algo, patrullas de la Unión, en general de caballería, se aproximaban a observar las posiciones enemigas y a menudo caían en emboscadas de las avanzadillas de las unidades confederadas de vanguardia. Así, una patrulla del 1º de Caballería de New York sufrió 4 bajas, (con un muerto), el 12 de Noviembre en el bajo Occoquan River, otra del 1º de Caballería de Pennsylvania tuvo dos muertos el siguiente día 26 cerca de Drainesville, el 4 de Diciembre, el 3º de Infantería de New Jersey sufrió 8 bajas, con otro muerto, en Anandale. El peor de estos episodios se había producido la víspera, 3 de Diciembre, cuando una compañía del 3º de Caballería de Pennsylvania con casi 40 hombres, fue sorprendida durante un descanso por jinetes de la brigada confederada de JEB Stuart, que mataron a uno de ellos, que intentó resistirse, llevándose al resto como prisioneros a sus propias líneas.

La única acción de importancia que se produjo en aquel teatro de operaciones y aquellos días fue una iniciativa de la División de la Reserva de Pennsylvania del Brigadier George Archibald McCall. La unidad estaba llena de agresividad y aburrida de la inmovilidad impuesta por el mando, con sus tres brigadas dirigidas por futuros altos jefes de la Unión:

George Gordon Meade, a punto de cumplir los 46 años, Edward Otho Cresap Ord (que había, participado en 1859 en la captura de John Brown) con 43 recién cumplidos, y John Fulton Reynolds, de 41años y ex-instructor de táctica en West Point.

George A. McCall, USA
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Este equipo de notabilidades, que funcionaba perfectamente bajo McCall, un viejo profesional de 59 años que se había retirado en 1853, volviendo al Ejército al declararse la guerra, y actuaba como un anciano caballero jovial, dando “rienda larga” a sus chicos, estaba algo molesto por la emboscada de Dranesville, (el 1º de Caballería de Pennsylvania les estaba asignado para exploración), y ardiendo en deseos de pasar factura a JEB Stuart.

Lo pidieron con tal insistencia y energía que incluso McClelland, tan enemigo de cualquier riesgo, hubo de darles permiso para ello. Y el viernes 20 de Diciembre, cuando la Brigada confederada de Stuart salió a forrajear, partían a su encuentro. No está claro si se habían jugado sus misiones al póker, pero en cualquier caso, el mando de Meade quedó guardando los campamentos, y el de Reynolds acompañó al de Ord hasta el Difficult Creek, donde tomó posiciones con vistas a cubrirle la retirada a su compañero si las cosas se ponían difíciles en el molino Colvin, mientras Ord se adelantaba rápidamente al encuentro de Stuart.

Edward Otho C. Ord, USA
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Contaba Edward Ord con sus 4 regimientos de la Reserva, (los 6º, 9º, 10º y 12º, que tenían los números 35º, 38º, 39º y 41º en los Voluntarios de Pennsylvania) y una batería del 1º de Artillería, y 2 escuadrones del 1º de Caballería, del mismo Estado, amén de la totalidad del 1º de Fusileros (Infantería Ligera), apodado “Kane’s Bucktails” en honor a su comandante, el Coronel Thomas L. Kane.

Stuart, que disponía en su brigada mixta de los regimientos 6º de Carolina del Sur, 1º de Kentucky, 10º de Alabama y 11º de Virginia, además de 150 jinetes y 4 cañones de la Batería de Cutt de Georgia, se dirigió por la Georgetown Turnpike hacia Centreville. Encontrándose a mediodía las avanzadillas de ambas fuerzas en el cruce de la carretera en el pueblo de Dranesville. Hacia la una de la tarde ambas fuerzas se encontraron, por lo que Ord desplegó a sus federales al norte de la carretera Leesburg Pike y colocando a su artillería en un promontorio que dominaba el cruce. Los confederados que llegaron por el Sur, también comenzaron a desplegarse.

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Es entonces cuando el 6º de Carolina del Sur confunde al 1º de Kentucky con fuerzas federales y comienza así un intercambio de fusilería entre ambos regimientos. Y al sonido de los mosquetes el 9º de Pennsylvania avanza curzando la carretera, pero al darse cuenta que la escaramuza no iba con ellos retornan a su posición. Al mismo tiempo que se inicia un duelo entre la las baterías de ambas fuerzas.

Stuart que andaba tratando de envolver al 10º “de la Reserva”, que ocupaba el ala derecha, a través de un terreno boscoso, vió como Ord reaccionó de inmediato enviando al 9º y los “Bucktails”, (especialmente entrenados para el bosque), en apoyo del 10º, mientras incrementaba la presión frontalmente, a lo largo de la carretera. Y Stuart se encontró de pronto con su movimiento de flanqueo detenido, y su frente vacilando ante el empujón unionista. Para pararlo, hubo de emplear a fondo su batería de campaña y así ésta quedó expuesta a una acción de contrabatería de la unionista.

La batería de Pennsylvania, mandada por el Mayor Easton, contaba con dos obuses medios de 24 libras y dos de los nuevos “cañones-obús” Napoleón de 12. Adelantando los obuses de 24, logró con las explosiones y el humo de sus relativamente grandes granadas cegar y ensordecer al enemigo, distrayéndolo mientras, aprovechando el retroceso de su infantería, los cañones obús, más ligeros y manejables que los antiguos 12 libras y de mejores características, eran infiltrados hasta tomar posición a la derecha y algo a retaguardia de la batería enemiga, contra la que abrirían fuego graneado de inmediato.

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Batalla de Dranesville

Los efectos fueron rapidísimos, desmontando uno de sus primeros disparos un cañón enemigo y lográndose, mientras la batería confederada era atada a sus tiros y huía, dejar fuera de combate otro cañón y volar dos armones, causando bastantes bajas a los artilleros. Ante este pequeño desastre Stuart, que ya había recibido noticia de que sus carros de forrajeo se habían puesto a salvo tras 2 horas de combate, hubo de dar orden de retirada general, que sus hombres cumplimentaron con no poca habilidad, aunque no sin dejar alguna pluma en manos de los agresivos pennsylvanos.

En el conjunto de ésta llamada “Batalla de Drainesville”, o de “Dranesville”, la brigada de Ord había sufrido 10 muertos y 61 heridos, y los confederados 43 muertos y 187 heridos, aparte de haber perdido dos cañones y dos armones, abandonando el campo de batalla. Fue una de las escasas derrotas de JEB Stuart en la guerra e impulsó tanto la carrera de Ord, que al año siguiente sería el primero de los brigadieres de McCall en alcanzar un mando de división, aunque hoy sea quizá el menos recordado, como las de varios de sus subordinados, como el mismo Kane o el jefe de los escuadrones de caballería, Teniente Coronel George D. Bayard.

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Fort Pulaski, Cokspur Island Georgia

También hubo aún cierto movimiento en las costas, donde desde fines de Noviembre, el mando unionista del Brigadier Thomas Sherman se movía al fin. Así componentes de su fuerza comenzaron a ser desembarcados el 24 de Noviembre en Big Tybee Island, enfrente de Fort Pulaski, en la boca del río Savannah, que era uno de sus objetivos. Los primeros desembarcos se completaron el día 26, pese a que la artillería del fuerte hizo esfuerzos, (estorbados por la distancia), para molestar las operaciones de los hombres de la Unión. A la vez, las tropas de Sherman estaban ampliando sus posesiones en el Port Royal Sound, lo que llevó a que se produjeran un par de escaramuzas en el lugarejo de Rockville, (Isla de Chisholm), y en Hilton Head el 17 de Diciembre, Y también el día de Año

Nuevo de 1862, los unionistas tendrían 11 bajas en ésta misma localidad, mientras su artillería pesada bombardeaba la ciudad de Port Royal. Finalmente, Hilton Head quedaría asegurada en manos de la Unión, e inicialmente ocupada por los 3º de Michigan, 47º, 48º y 79º de New York y 50º de Pennsylvania en Enero.

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En otras zonas de la costa sólo se registró alguna escaramuza menor en la Península de Yorktown, donde el domingo 22 de Diciembre se combatió, con una decena de bajas por bando, en el Newmarket Bridge, cerca de Newport News, y el envío de nuevas tropas, en el habitualmente buque-escuela “Constitution” a la base que se estaba creando en Ship Island, el 3 del mismo mes de Diciembre.

Mientras y precisamente desde el mar, otro considerable problema había caído en el regazo de la Unión cuando, el 15 de Noviembre, el “USS San Jacinto” tocó tierra en Fort Monroe e informó de que había arrebatado a los delegados sureños James M. Mason y John Slidell del vapor británico “Trent”. La acción del Capitán Charles Wilkes despertó de inmediato el entusiasmo de la Prensa jingoísta (casi toda, en aquellos días), y le hizo acreedor de una felicitación del Secretario de Marina, Gideon Welles. Sin embargo, ya al día siguiente se alzaron voces disidentes.

Se trataba de las del Director de Correos Montgomery Blair y el Senador por Massachusetts Charles Sumner, ambos hombres de un historial que no dejaba duda de su abolicionismo, y por tanto poco sospechosos de ningún “pasteleo”. En particular Sumner, de 50 años, había sido por el Free-Soil el primer miembro “oficialmente abolicionista” del Senado americano. Muy culto y algo pedante, un discurso suyo de unos años antes en que llamaba a William Lowdes Yancey y Stephen Douglas los “Don Quijote y Sancho Panza del esclavismo” hizo que un congresista sureño joven lo apalease con su bastón hasta dejarlo medio muerto en plena Cámara, mientras un cómplice suyo mantenía al resto del Congreso a raya a punta de pistola.

Estos dos hombres protestaron por el rumbo tomado por los acontecimientos, ya que estrictamente, la acción del Capitán Wilkes había sido en efecto, un acto de piratería según los usos internacionales. Por supuesto Inglaterra era el país que menos podía alegar tales usos, pues durante las guerras napoleónicas había estado arrebatando de los buques americanos cuantos marineros pareciesen súbditos británicos, acusándolos de haber emigrado para evitar la leva y nunca había reconocido posteriormente haber obrado contra derecho.

Pero Inglaterra era también la primera potencia mundial, y podía contar con el típico papanatismo de los que siempre quieren estar de acuerdo con él más fuerte, por lo que la opinión pública mundial seguramente le apoyaría, dándose por satisfecha con que al fin siguiese la interpretación general de las leyes. Y además el precedente era peligroso, porque aquellos actos ingleses eran los que habían llevado a Estados Unidos a declarar la guerra a los británicos en 1812 y lo que menos necesitaba en aquellos momentos la República era la guerra con los ingleses.

Lincoln y el mismo Seward, unos meses antes tan partidarios de mezclar a la Unión en una guerra exterior, estuvieron de acuerdo con Blair y Sumner (sobre todo en éste último aspecto), y enviaron al embajador británico Lord Lyons, una nota explicativa de la situación escrita en tono muy diferente al de los artículos de prensa y los comunicados del Secretariado de Marina. En ella lamentaban el incidente, afirmaban su buena voluntad para solucionarlo y aseguraban que, en todo caso, el Capitán Wilkes había actuado bajo propia iniciativa y no siguiendo órdenes superiores. En una palabra, se pusieron a la enojosa tarea de “templar gaitas”, mientras enviaban instrucciones a su embajador en Londres, Charles Francis Adams, para que hiciera lo mismo allá.

James M. Mason
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John Slidell
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El problema, al que todo el mundo llamaría “Affair Trent”, alcanzó Londres el 27 de Noviembre, al fondear finalmente el propio “Trent” en puerto británico. Y lo adecuada que había sido la actitud de Lincoln y Seward pudo deducirse de la airada y rápida reacción del Gobierno británico. Tres días después, el 30, éste ordenó la movilización de la Royal Navy y el envío de la Brigada de la Guardia Real (Guards Brigade) al Canadá, que estaba mal guarnecido, mientras el Secretario del Foerighn Office, 1er Earl John Russell, enviaba instrucciones a Lord Lyons, ordenándole que diera al Gobierno estadounidense diez días justos de plazo para poner en libertad a Mason y Slidell y pedir oficialmente disculpas al Gobierno de su Majestad. Y el 4 de Diciembre decretó el embargo de todas las exportaciones procedentes de los Estados Unidos.

En el origen de una reacción tan violenta estaba desde luego el resquemor de las clases dirigentes británicas hacia la República estadounidense, del que ya hemos hablado en otra ocasión. A tales clases dirigentes no les hubiera molestado demasiado “tener una explicación” con aquélla, aunque varias consideraciones se cruzaban para impedirlo.

En primer lugar, el mismo hecho de que los sureños hubieran puesto como bandera y signo de su causa la defensa de la esclavitud, una institución casi olvidada y totalmente desprestigiada en Europa, hacía que cualquier maniobra que pudiera señalarse claramente como en su favor resultara enormemente impopular entre las clases medias y bajas, y de ello políticamente peligrosa de tomar.

Además, una guerra con Estados Unidos no carecía de peligros. Canadá estaba prácticamente desguarnecido, frente a un enemigo que tenía ya sobre las armas más de medio millón de hombres. Precisamente, el 5 de Diciembre, el Secretario yankee de Guerra, Simon Cameron, anunciaba que la movilización había afectado ya a 661.000 hombres. (Dijo “660.971” y debe tenerse en cuenta que incluía ciertos servicios secundarios y buena cantidad de “minutemen” y milicianos de tres meses, muchos ya vueltos a sus casas). Incluso la Royal Navy tenía sus dudas, ante una U.S. Navy que había pasado de 42 buques operativos a casi 200 en 1861, y tendría quizá más de 300 antes de seis meses. La Royal Navy se seguía sintiendo superior a ella, pero dudaba de su capacidad para aplastarla y a la vez mantener protegidas las interminables líneas de comunicación de un imperio marítimo mundial, como el británico, una labor que podía devorar el trabajo de flotas ingentes. (Lo que los “potentiores” británicos desde luego no querían era una guerra que llevase a la división de Estados Unidos y la independencia de la Confederación mientras los “yankees” se resarcían apoderándose del Canadá).

Reina Victoria y Albert Von Saxe
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Sumemos a esto la importancia que para la economía y aún la paz pública británica, (no hace tanto tiempo amenazada por el movimiento “chartista”), tenía el cereal estadounidense barato. Y sorprendentemente sumemos también la oposición de la Reina. En efecto, Victoria de Hannover ya había iniciado la que sería más tarde su postura característica, de asegurar la popularidad de la Corona apoyándose en las clases medias, aun a costa de las más altas. Y además su marido al que obviamente adoraba, el Príncipe Albert Von Saxe-Hesse-Coburg, era un típico aristócrata alemán progresista (muy contrario a la esclavitud y simpatizante del Gobierno de la Unión), y enfermo de muerte, dedicaba sus últimos días a suplicar, por activa y por pasiva, que se evitara la guerra. Murió el sábado 14 de Diciembre, aún, insistiendo en lo mismo.

De manera que, para cuando el 18 de Diciembre Lord Lyons, (poco amigo también de la guerra), recibió sus instrucciones. La atmósfera estaba mejor preparada para un entendimiento, y ni siquiera una complicación que en tanto había surgido pudo estropearla. La complicación no derivaba del hecho de que, aun entorpecidos por los días cortos y las nieblas para aumentar su número de presas, los buques bloqueadores unionistas habían tenido ya tiempo para “aprender el oficio”, y la calidad de sus presas aumentaba. Ya el 1 de Diciembre, el vapor “USS Penguin” había interceptado y capturado el blockade runner británico “Albian”, (con un cargamento de armas destinado a la Confederación y valorado en 100.000$). Y el día 7, el “USS Santiago de Cuba” revisó la goleta también británica “Eugenia Smith”, arrebatando de ella al agente de compras confederado J. W. Zacharie.

El caso era mucho más limpio que el del “Trent” pues Mr. Zacharie, como comprador de armas acreditado, tenía estatus de combatiente, y sólo podía desplazarse bajo bandera neutral a título de contrabando. Pero no dejó de tensar más la cuerda de las relaciones anglo-estadounidenses, que en el ambiente ultrahostil de los primeros días pudiera haberse roto sólo por aquello. En cambio, los contactos se emprendieron el 19 entre Lord Lyons y Seward en un ambiente aceptablemente sereno.

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USS Santiago de Cuba

La llegada de dos grandes buques de la Royal Navy, cargados de Guardias Reales a Halifax (Canadá), el 20, contribuyó también a acelerar la tramitación del asunto y el sábado 21 Lincoln y Seward ya estaban totalmente de acuerdo en la necesidad de ceder en toda la línea, y estudiaban la forma de presentarla ante las Cámaras. Finalmente y a partir del lunes 23, Seward y Charles Sumner (que estaba de acuerdo con el Gobierno en aquel asunto concreto), se encargaron de presentar la situación ante el Congreso, que el 26 admitiría el carácter ilegal de la detención de James Murray Mason y John Sliddel.

Y a partir de aquí todo fue cuesta abajo. Mason y Slidell fueron así entregados, con una disculpa, a la custodia de Lord Lyons el lunes 30 de Diciembre y el día de Año Nuevo zarpaban en un vapor británico, reanudando su interrumpido viaje a Londres. Mientras, el público americano podía escoger entre dos explicaciones técnico-legales (proporcionadas respectivamente por William Seward y Lord Lyons y chuscamente divergentes), sobre porqué había sido ilegal la detención de Mason y Slidell. (La del británico parecía mejor documentada).

Y como las complicaciones políticas parecían perseguirse unas a otras en aquél fin de año, la Unión se encontraría pronto con dos más. De un lado una situación delicada parecía dibujarse ya en México donde, a la caída del nefasto Santa Ana años atrás, los liberales habían formado Gobierno bajo el Presidente Ignacio Comonfort, produciéndose enseguida una sublevación militar contra sus designios de modernizar el país, encabezada por el General Félix Zuloaga.

Comonfort, desalentado, había renunciado a su cargo, siendo sucedido según la ley mexicana, por el Presidente del Tribunal Supremo que acababa de nombrar, Benito Juárez. Y Juárez, un indio zapoteca puro y el primer indígena que alcanzaba la presidencia de un Estado americano moderno, llevó la guerra con gran energía y logró derrotar a Zuloaga y hacerse de nuevo con el control del país entre 1858 y principios de 1861. Pero la nación mexicana había quedado arruinada por tan larga guerra civil y aun no partidario de soluciones extremas, Juárez hubo de intentar la suspensión de los pagos de la deuda exterior que había acumulado Zuloaga. (Tal Gobierno era ilegítimo, pero estaba reconocido por varios países europeos).

Y como el único apoyo externo de Juárez eran los Estados Unidos, en los que en aquel mismo 1861 se iniciaba la Guerra Civil, la tentación de arrancar los pagos a Mexico con un chantaje militar fue excesiva para sus acreedores europeos. Esta es una costumbre muy occidental, de la que tampoco estaban en absoluto limpios los propios estadounidenses. Pero de no haber tenido las manos tan llenas de Secesión, éstos no hubiesen permitido que la practicaran otros, en lo que consideraban su patio trasero y contra un Gobierno amigo. Porque, en efecto y para satisfacción del embajador estadounidense ante Juárez, Thomas Corwin, Mexico era uno de los pocos países que había adoptado una actitud claramente prounionista en la Guerra Civil, y el encargado de negocios confederado, John T. Pickett, no lograba pisar terreno sólido.

Gracias a la debilidad unionista para oponerse, en Mayo los principales acreedores de la República Mexicana se habían reunido en la Convención de Londres. Eran Inglaterra (acreedor principal, por 70 millones de pesos), España (por 8 millones) y Francia (por medio millón). Y decidieron la ocupación militar de varios puertos mexicanos y el cobro de sus aduanas, hasta que se les satisficieran sus deudas. La primera de las flotas de los acreedores, la española, que llevaba un pequeño cuerpo expedicionario bajo el mando del general Juan Prim, había llegado ya a las costas mexicanas para fin de año, exactamente el 6 de Diciembre de 1861 con tropas que estaban destinadas en Cuba. Y esta presencia de fuerzas extranjeras en el Golfo de Mexico suponía, para los unionistas, nuevos riesgos militares y diplomáticos, difíciles de evaluar.

La segunda complicación política obedecía a causas internas. En efecto, al reunirse de nuevo el Congreso, (37º Congreso de los Estados Unidos), el 2 de Diciembre de 1861, lunes, según su calendario habitual, se había encontrado en plena fiebre post Ball’s Bluff y con todas las dudas y problemas producto de la caída de Scott en candelero. No es por tanto extraño que una de sus primeras medidas fuese crear, el día 9, un Comité para el Seguimiento de la Dirección de la Guerra; (Joint Comitee of the Conduct of the War) el cual se mantuvo hasta Mayo de 1865. Y tampoco es extraño, dada la proporción de fuerzas de aquellos días en las Cámaras, que el Comité quedara en manos de republicanos más bien radicales, de posiciones próximas a las de los grupos abolicionistas.

Benjamín F. Wade
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Contaban entre ellos Benjamín F. Wade (primer Presidente del comité), Henry W. Davis y el original Thaddeus Stevens, cuya lengua viperina y caótico sentido del humor eran famosos y temidos en toda la Unión. (Para que el lector se haga una idea, en una ocasión en que una admiradora política le pidió un rizo de cabello para guardar como recuerdo en un guardapelo, algo parecido a lo que sería hoy entregar una fotografía con una dedicatoria personalizada, Stevens, que era calvo y usaba peluca, se la quitó y se la puso en las manos, ofreciendo galantemente: “Escoja usted misma el que más avive su imaginación”).

Pero estos hombres eran más afines al Secretario del Tesoro, Salmón P. Chase que a Lincoln, y enseguida comenzaron a presionar al Presidente con detalles susceptibles de ser malinterpretados respecto al funcionamiento del Gobierno y sus sesiones. Era obvio, pero no podía probarse, que las filtraciones que utilizaban para conocer tantos detalles provenían del mismo Chase y eso dio a Lincoln la idea de contraatacar con un astuto procedimiento de shock.

Hizo que los principales miembros del Comité asistieran a una sesión del Gobierno, durante la cual anunció que serían resueltas las dudas y objeciones a sus métodos de funcionamiento que habían planteado y, una vez todos reunidos, aseguró que cualquiera de los miembros del Gobierno podía resolverlas y delegó al mismo Chase para hacerlo. Y como había supuesto, Chase, no atreviéndose a falsear ni tergiversar los hechos cara a cara frente a sus compañeros de Gabinete, que podían desdecirlo, lo hizo satisfactoriamente. Eso no sólo dejó al Comité sin argumentos, sino que le hizo ver las insuficiencias de Chase, claramente escaso de cintura y aún de riñones, respecto a la altura de sus ambiciones, lo que enfrió la relación entre el Secretario del Tesoro y el Comité.

Benjamín Wade no obstante deseaba aún crearse un mayor prestigio político, y apuntó a continuación su artillería contra Mary Lincoln, pretendiéndola someter a una investigación pública por el Comité, respecto a una información confidencial sobre el caso “Trent” que se había filtrado a la Prensa, y que se suponía que la esposa del Presidente podía haber vendido a los periódicos.

El fundamento de esta sospecha era el hecho de que Mary Lincoln estaba dando empleo a una cantidad de dinero mucho mayor que el que tenía asignado, manteniendo por la renovación de la Casa Blanca una batalla paralela a la que su marido libraba por la del país.

Había ocurrido que Andrew Jackson, hombre sin hijos y que entró en la Casa Blanca en 1829, cuando acababa de enviudar, había odiado aquel enorme caserón que le hacía resaltar continuamente su soledad. En consecuencia puso los pies en él lo menos posible en sus ocho años de mandatos y aprovechándolo, había podido “marcarse” ante la opinión pública el tanto de reducir a un mínimo sus presupuestos de mantenimiento.

Después, la renuencia a revocar una medida popular de un Presidente popular, la relativa corta duración de los mandatos, (se habían sucedido ocho presidentes en 24 años, no durando ninguno más de cuatro años), la creciente inseguridad de los tiempos y porqué no decirlo, la pura desidia, habían conspirado hasta lograr que la residencia presidencial llevara ya 32 años bajo aquellos presupuestos raquíticos. Para cuando Mary T. Lincoln se convirtió en su inquilina, se aproximaba rápidamente el momento en que, si no se acometían reformas serias ya, pronto habrían de llevarse a cabo otras mucho más aparatosas y caras.

Así la Primera Dama luchaba contra la entropía, superando ampliamente el presupuesto disponible, y allegando dinero por medios que iban de lo francamente ingenioso a lo ya ilegal. Había en realidad obvios indicios de que en el caso de la filtración no era ella la culpable y en todo caso sería del todo imposible probar su culpa o inocencia. Pero si lo que deseaba Wade era perderla le bastaba con sacar a la luz, durante la investigación de aquel asunto que sí era materia que incumbiese al Comité, sus otros pecadillos, (que no lo eran, pero podían ser expuestos como “antecedentes sobre su comportamiento”).

Y Wade sabía que gran parte de la opinión pública le agradecería de todo corazón cualquier piedra que le proporcionara para lapidar a Mary Lincoln, que era por varios conceptos uno de los personajes más impopulares de la Unión. En primer lugar, su origen y antecedentes familiares hacían que el unionista medio la viese como una especie de excrecencia del enemigo infiltrada en la propia Casa Blanca. En segundo las grandes cantidades de dinero que, (desde el punto de vista de buena parte del público), estaba “gastando” (pocos se daban cuenta de que era en realidad una inversión), le hacían parecer frívola e inadecuada en pleno esfuerzo de guerra. Y finalmente comenzaba a filtrarse al público el conocimiento de que su salud mental era poco sólida. (Sufría una dolencia nerviosa cuyos ataques, que trataba de minimizar denominándolos “la migraña”, le causaban espectaculares pérdidas del control motor y verbal, con convulsiones e incoherencia, seguido de largos periodos de estupor). Y un “loco” es lo último que el ciudadano medio desea ver en los círculos del poder.

Así que Lincoln hubo de enfrentarse de nuevo con el Comité, recordando a sus miembros que el ataque que se pretendía lanzar contra su esposa le dejaría en muy mala posición a él mismo, por lo que, si insistían en seguir con él, les haría frente con todos los medios legales o extralegales a su disposición. A la vez, en una maniobra cuya astucia los hombres del Comité tardarían en apreciar, les ofreció compensarles permitiendo que investigaran al Secretario de Guerra, Simon Cameron.

Thaddeus Stevens
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Wade se quedó de inmediato solo y hubo de abandonar sus designios, pues Thaddeus Stevens tenía un viejo contencioso con Cameron. Habían sido tiempo atrás socios, quedando al parecer en malas relaciones. Cuando Cameron fue propuesto, el año anterior, como Secretario de Guerra y el Partido interrogara a Stevens, pidiéndole informes sobre él, éste los dio tan dudosos que se le observó: “Se diría que cree usted a Mr. Cameron capaz de robar”. A lo que Stevens, sin duda muy satisfecho, se apresuró a responder: “No, le creo capaz de robar una estufa al rojo”. Y como Cameron protestase airadamente en los periódicos, exigiéndole “una rectificación de estas palabras”, se dio el placer de remachar finalmente en ellos: “El Señor Cameron me exige una rectificación y rectifico; Sí, le creo capaz de robar una estufa al rojo”. (Semejante bestialidad tenía probablemente el objeto de obligar a Cameron a retarle a duelo, pero aquél tuvo buen cuidado de no hacerlo).

Simon Cameron
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El comité comenzó su investigación preliminar sobre Cameron y, como muchos suponían y Stevens hubiese asegurado, hizo salir oro al primer golpe de piqueta. Cameron había sido un miembro poco activo del Gobierno, que faltaba a muchas reuniones, y dejaba los asuntos de poca importancia para que los decidieran sus subordinados, y los de más importancia a cargo de Scott y el mismo Lincoln. Pero eso no quiere decir que no fuese un hombre ocupado, pues siempre se estaba moviendo en torno al mundo de los contratos de suministro de Ejército. Pues bien, ahora quedó bien claro el porqué.

Pese a su aspecto en general austero, el Ejército unionista estaba recibiendo un equipo de calidad superior para los estándares de la época. Pero durante todo ese año se habían estado filtrando en él partidas francamente inutilizables, como aquellos uniformes originales de Maine, que se desintegraron y hubieron de ser sustituidos en dos meses, mochilas hechas con una tela que malamente hubiese servido para pañuelos de bolsillo; capotes y mantas del grosor y la consistencia del papel de fumar, zapatos con suela de cartón etc. Y al investigar tales partidas, detrás de cada una aparecía Cameron, cobrando una astronómica comisión del vendedor, o incluso vendiéndosela al Ejército él mismo, a través de compañías fraudulentas y hombres de paja interpuestos.

Había tanta podredumbre que no fue preciso seguir investigando y Cameron apenas tuvo tiempo de comprender que iban a por él. Rápidamente, intentó defenderse difundiendo una orden para el Ejército que significaba la abolición de la esclavitud en las zonas militares. Pero los abolicionistas a que tal gesto iba dirigido confiaban plenamente en la Comisión y ésta no estaba dispuesta a dejarse desviar. Tan sólo y para evitar un escándalo grave, se permitió que Lincoln se limitara a exigir su dimisión a Cameron por “causas privadas”. El Secretario la entregaría el 11 de Enero, siendo seguidamente enviado como Embajador a Moscú. (Alguien, sin duda Stevens, hizo correr el comentario de que sería caritativo advertir al Zar de que hiciese contar las cucharillas de plata en adelante, después de cada recepción que diera al Cuerpo Diplomático).

Pero, mientras se felicitaban por haber “obligado” a Lincoln a defenestrar a uno de sus Secretarios, los hombres del Comité no comprendían dos cosas. Una, que con unas y otras cosas, Lincoln había logrado disminuir su completo acuerdo inicial y hacer que su liderazgo gravitase de Wade a Stevens, que le era mucho menos contrario e incluso le estaba agradecido por haberle entregado a Cameron. Dos, que en realidad Lincoln no les había “entregado” a Cameron sino que les había, instrumentalizado para quitárselo discretamente de encima. (Pronto estuvo claro que tenía en cartera una pequeña reorganización del Gabinete que le permitiese a llegar nuevos apoyos políticos. Pero para ello necesitaba crear en el Gobierno al menos un hueco. ¿Y quién mejor para ser expulsado que Cameron, el hombre que menos “arrimaba el hombro” de todo el grupo, y aquél cuya corrupción era una fuente de desprestigio potencial?).

Pocos más hechos que afectaran a la Unión y su esfuerzo de guerra se dieron aquel Otoño. La típicamente anglosajona Asociación de Jóvenes Cristianos, (Y.M.C.A.), anunció en Noviembre que sus miembros prestarían ayuda como enfermeros y auxiliares en los hospitales del Ejército. El mismo mes y demostrando que la costa nordcarolina no era demasiado secesionista, varios alcaldes de localidades del Pamlico Sound acudieron a un mitin organizado por las autoridades unionistas en los fuertes de Cabo Hatteras, prestando sus juramentos de fidelidad a la Constitución. (Parte de estos serían identificados y represaliados por los rebeldes). Y el 15 de Diciembre el Congreso USA, cada vez más radicalizado, dictaba sus primeras disposiciones específicas contra la esclavitud, ordenando que ésta fuese proscrita de las zonas de dominio federal (Distrito de Columbia y bases de las fuerzas armadas federales), a corto plazo.

En contraste con el agitado trimestre político que había vivido el Norte, el último de 1861 fue en el Sur casi soporífero. Causa: el Congreso sureño era Provisional, tenía escasos poderes y además iba a ser renovado en elecciones a principios de año. Los sureños lo veían tan inexistente que cuando el 18 de Noviembre emprendió su 5ª sesión, sólo acudieron delegados de seis de los once estados representados y casi no hubo el quórum mínimo para iniciarla.

Entretanto en el Gabinete confederado, en que Thomas Bragg había sustituido a Judah Benjamín como Fiscal General, mientras aquél ocupaba la Secretaría de Guerra, la primera elección de la ronda confirmó el 6 de Noviembre a Jefferson Davis como Presidente en firme de la Confederación, para un mandato que su Constitución cifraba en 6 años sin opción a la reelección.

En realidad, el único asunto general que realmente preocupaba en el Sur era que hacer con el algodón. Algunos pretendían que aún tenía un uso como arma, aunque fuera política, y el 3 de Octubre el Gobernador de Alabama, Thomas O. Hoore, había prohibido la exportación del algodón de su Estado, aún esperando que una medida así presionase a Francia e Inglaterra para auxiliar al Sur. Pero en general el problema era precisamente el contrario: con el bloqueo, buena parte de la cosecha de aquel año no había podido exportarse.

No se sabía qué hacer con tanto algodón almacenado y en muchos sitios estaba siendo quemado, a veces con tan poco cuidado que los incendios iniciados con él se propagaban, causando daños. Precisamente, en el más grave de esta clase de sucesos, los 11 y 12 de Diciembre uno de éstos incendios de algodón, descontrolado, llegó a los arrabales de Charleston (South Carolina), destruyendo cierto número de viviendas y obligando a un espectacular despliegue ciudadano para contenerlo.

En lo puramente militar, la Confederación había sufrido en las últimas semanas y lejos de los frentes, dos bajas poco convencionales. El 23 de Noviembre un fuego accidental (de los que no eran tan raros en los vapores de madera de aquella época), destruyó completamente el cañonero “CSS Tuscarola”, de la flotilla del Comodoro Hollins en el delta del Mississippi. Y el 26 de Diciembre, día siguiente a Navidad, el Brigadier del Ejército Provisional Philip Saint George Cocke, que había mandado como Coronel una Brigada en Bull Run y estaba en casa con una licencia por enfermedad, se suicidó de un disparo en su residencia de Powhatan City, Virginia, por motivos que nunca se aclararían.

Y entretanto el Sur estaba pletórico de confianza en sí mismo. Había pasado ya más de un año desde que iniciara su alzamiento, y casi 9 meses del comienzo de las hostilidades y (salvo quizá en West Virginia), el enemigo no había logrado arrebatar ninguna superficie significativa de territorio sureño. En cambio, la Confederación conservaba un pie puesto en los Estados fronterizos de Kentucky, Missouri y en el Territorio de Arizona. Y había vencido en casi todas las batallas de alguna importancia, incluyendo las dos mayores (Bull Run y Wilson’s Creek), la que había producido más prisioneros (Lexington), la que había dado la mayor proporción de muertos (Ball’s Bluff), y la última (Belmont). Todo ello producía a los sureños una agradable sensación de invencibilidad, mientras que en el frente interno no se había producido la sublevación de esclavos que algunos habían esperado, las instituciones habían tenido tiempo de irse afianzando y hasta la situación alimentaria (por los motivos que hemos señalado en el anterior capítulo), parecía incluso mejor de lo que verdaderamente era.

No es por tanto extraño que la Confederación exultante y los sureños, en general, mirasen con optimismo hacia el nuevo año que se iniciaba, ignorando las pruebas y dificultades que en él deberían afrontar.


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