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Tras la batalla de Issos y la retirada de los ejércitos de Darío más allá del Éufrates, Siria cayó fácilmente en manos del conquistador. Para las ciudades cananeas se abría un periodo de incertidumbre. Por un lado el nuevo poder no venía dispuesto a contemporizar. Por el otro sus barcos y sus mejores capitanes estaban a las órdenes del Gran Rey, que podía tomar rehenes en cualquier momento. Puestos entre la espada y la pared, los fenicios consideraron que el mal menor era el más cercano, y se sometieron a Alejandro.
 
Strato, comandante de los barcos de Aradus, fue el primero en abandonar el servicio del rey, regresando a su ciudad y poniéndose a las órdenes del macedonio. Siguieron Marathus, Sigon, Mariamme, Biblos y Sidón. Finalmente, Tiro ofreció también su vasallaje. Así, el Gran Rey perdió a la vez la lealtad de su flota y la costa de Siria, lo que dejaba expedito el camino a Egipto, siguiente objetivo de los invasores.
Alejandro podría haber marchado hacia el Nilo sin más retrasos, con su retaguardia a salvo y la flota cananea como salvaguardia en el mar, pero no estaba dispuesto a conformarse con una simple sumisión nominal, Quería dejar bien claro a todos que su dominio era indiscutible, así que informó a los tirios de que pensaba ofrecer un sacrificio en el templo de Melkart. Los tirios se sintieron ultrajados. Jamás, a lo largo de su historia, habían dejado que un monarca extranjero entrase en su isla, menos aún, cuando parecía claro que junto al joven rey llegarían sus tropas para ocupar la ciudad y asegurar el control de sus puertos. 
 
Primero, intentaron mostrarse conciliadores, y ofrecieron al conquistador el templo de Melkart en Palae-Tyrus, tan venerable como el de la isla. Alejandro, furioso al ver que se rechazaba su voluntad, exigió que se preparan para abrirle sus puertas y empezó a reunir a sus tropas. Tiro se aprestó a la defensa.
 
La situación, a priori, no tenía por que parecer desesperada a los tirios. Azemilcus, su monarca, obtuvo permiso de los persas para regresar de inmediato con sus barcos, reuniendo nuevas naves por el camino. Su flota era tan potente como la griega, y podría mantener abiertas las rutas para traer alimentos. El canal protegía la fortaleza de una acometida desde tierra y no era imposible que llegara ayuda. Chipre seguía leal a Darío y, si el asedio se prolongaba, el Gran Rey podría recuperar la iniciativa y enviar tropas a Siria, cortando la retaguardia de los macedonios. Aún así, los navegantes no dejaron de sentir que, probablemente, ésta sería su última batalla. Antes de que el enemigo se acercara, embarcaron a sus familias, enviando a sus mujeres e hijos a Cartago, donde encontraron amigos y refugio. Luego, al regreso de los barcos, buena parte de los habitantes de Pale-Tyrus pasaron a la isla, ya que el puerto continental no resistiría demasiado. Reforzaron los muros, aprestaron armas y barcos, reunieron todas las provisiones disponibles y aguardaron la llegada de los invasores.

 

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Alejandro sabía que Tiro no podía ser sometido mediante un bloqueo. Para tomar la ciudad, había que llegar hasta sus muros, y decidió construir un espigón a traves del canal hasta la isla: unos 750 metros, sólo eso separaba a sus tropas de la presa.
 
El paso tendría dos Plethra, unos 67 metros, para poder trasladar con comodidad hombres, máquinas y pertrechos. La construcción se haría en perpendicular desde el punto más cercano a la isla, para acortar las obras todo lo posible. El material de construcción abundaba. Palae-tyrus había quedado casi deshabitada, y las laderas del Líbano estaban cubiertas de espesos bosques de pino, abeto y cedro. En cuanto a la mano de obra, la población de Canaan no tenía demasiadas opciones, ya que habían aceptado la soberanía del macedonio, así que inicialmente los progresos fueron rápidos. 
 
Primero, se talaron pinos de gran porte para obtener grandes pilotes, que fueron sumergidos en el agua hasta hundirlos en el blando cieno del fondo. Después,entre ellos, se arrojaron grandesbloques de piedra y material de todo tipo, adobes, troncos, losas, grava... hasta alcanzar el nivel del agua. FInalmente, una vez consolidados los primeros metros, el proceso recomenzó transportando el material sobre el paso.
 
No hubo problemas durante las primeras semanas, ya que el fondo del canal descendía suavemente desde la orilla y los barcos tiriotas no podían acercarse por miedo a embarrancar. Pero pronto las cosas cambiaron. La corriente era muy fuerte en el brazo de mar, de norte a sur, socavando la base del dique y dificultando los trabajos, ya que a medida que avanzaba la construcción el peso soportado por los cimientos era mayor. La misma corriente había excavado profundamente en el canal, que antes de los cien metros ya alcanzaba los 30 de profundidad. Y con las aguas profundas, llegaron los barcos de Tiro. Primero pequeños botes, ques e acercaban en la oscuridad, dañaban las obras y se retiraban rápidamente. Depués las trirremes, que se acercaban hasta el margen de la obra, aseteando a los trabajadores y las tropas que les defendían, y arrancando los maderos que estructuraban el conjunto.
 
Las obras se ralentizaron, no sólo por los ataques. La profundidad era mucho mayor de la esperada y se necesitaba mucho más material, no sólo para construir, sino también para reparar los daños de la corriente. Y no sólo la corriente. Al adentrarse en el canal, el espigón actuaba como rompeolas, recibiendo toda la fueria del viento. El oleaje empezó a batir con fuerza, hasta el punto de que fue preciso construir muretes a los lados para que los constructores no fueran arrojados al agua por un golpe imprevisto. Algunas noches, el mar arrasaba todo lo construido durante el día pese a que los márgenes del espigón fueron protegidos clavando vegetación, para intentar parar la fuerza del agua.
 
Diades, ingeniero jefe de Alejandro, diseñó dos grandes torres móviles para porteger la cabecera de la obra. Eran construcciones muy altas, destinadas a batir los muros de la ciudad una vez se cubriera el paso, cubiertas de cuero crudo para evitar las flechas incendiarias y los impactos de las catapultas. Estaban armadas de máquinas en varios niveles para disparar contra los barcos fenicios antes de que estos pudieran acercarse demasiado. De este modo, los trabajadores quedaron a salvo de las incursiones y las obras retomaron su ritmo, aunque el mar seguía cobrándose un duro peaje.
 
Los tirios empezaron a preocuparse. Si no destruían las torres, en unas semanas los arietes macedonios golpearían sus muros. Había que actuar de forma contundente, y cuanto antes, mejor.
 
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Los tiriotas decidieron golpear con toda la fuerza posible contra las torres. Para ello eligieron el buque más grande a su disposición, un enorme transporte de caballos. Lo rellenaron con viruta, paja, madera bien seca...todo aquello que no pesara mucho y pudiera arder con fuerza. Situaron en la proa dos grandes mástiles, cada uno con un brazo móvil en su extremo, sujetando un gran caldero con brea y azufre. Después lastraron la popa del barco con grandes losas de piedra, de modo que la popa quedara elevada por encima del nivel del agua. Por la parte externa, situaron antorchas, resina y otros combustibles. Luego esperaron al momento adecuado.
 
La oportunidad vino con el viento, cuando éste sopló en la dirección correcta, norte-sur. Salieron de puerto y lanzaron el navío a favor de la corriente, a toda velocidad, escoltado por ootros barcos. Al acercarse al espigón, la tripulación prendió fuego a las calderas y las bodegas antes de soltar los cables de los barcos que lo remolcaban y saltar al agua. La proa pasó por encima del murete y el barco se incrustó en la obra antes de detenerse. Los mástiles de proa se partieron, lanzando hacia adelante los calderos y su ardiente contenido, que cayó sobre las torres. Pronto la delantera del dique era una hoguera. 
 
Los macedonios intentaron extinguir el fuego, pero los demás barcos se lanzaron al ataque, aseteando a los defensores y forzándoles a retirarse a tierra firme. Luego, docenas de naves se naves se acercaron y los tiriotas desembarcaron, procediendo a demoler meticulosamente la estructura del dique y la maquinaria. Finalmente, los navegantes regresaron al puerto, exultantes. Esa noche, el viento y la corriente completaron el trabajo y el dique prácticamente desapareció.
 
Alejandro, que no estaba en la zona en ese momento, se encontró al día siguiente con el desastre. Lejos de aceptar el fracaso, ordenó retomar de inmediato los trabajos. La rampa sería más ancha y esta vez avanzaría en dirección oblicua, ligeramente inclinada hacia el suroeste, para que el envite de la corriente no causara tantos problemas. Y meintras sus ingenieros ponían manos a la obra, él decidió buscar el modo de neutralizar a los barcos de Tiro.
 
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EL único modo de someter la ciudad era disponiendo de una escuadra capaz de hacer frente a los barcos de Tiro. Alejandro tenía dos opciones, construír el número suficiente de barcos o reunir todos los navíos a su disposición. La primera opción suponía un coste y un retraso considerable, la segunda confiar en que los demás puertos fenicios, recién sometidos, se mantendrían leales a su persona aunque se les ordenara enfrentarse a sus hermanos tirios. El macedonio optó por esta última ya que los barcos de Sidón, Biblos y Aradus acababan de regresar a sus ciudades, tras dejar el servicio del Rey. Igualmente recibió barcos de Rodas, Lycia, Soli, Mallus... Sumados al puñado de naves griegas y macedonias que tenía a su disposición suponían algo más de un centenar de unidades. No era una cifra desdeñable, pero ni siquiera el audaz príncipe se hubiera arriesgado a enfrentarse a los tirios con una escuadra que, a lo sumo, superaba a la de los asediados en 30 o 40 barcos.
 
Antes de que el conquistador se decidiera a aplazar sus planes mientras construía nuevas naves, un golpe de suerte vino en su ayuda. Chipre, leal a Persia hasta ese momento, se ofreció a prestarle su ayuda y puso su escuadra a su disposición. Así los reyezuelos de la isla se sumaron al nuevo poder, antes incluso de que este les requiriera su servicio. Los chipriotas ofrecieron a Alejandro 120 trirremes, duplicando así de golpe el volumen de sus flota.
 
Tras un par de semanas de maniobras, para que los diversos escuadrones se acostumbraran a navegar en formación, el macedonio embarcó a sus tropas más selectas y se hizo a la mar desde Sidón, comandando en persona el ala derecha, formada por los barcos de Chipre, mientras sus generales Craterus y Pnytagoras tomaban el mando del ala izquierda, con los barcos fenicios. La flota avanzó para lla a la costa y se desplegó a la vista de Tiro. 
 
Los tirios no sabían nada de la deserción de Chipre y no se esperaban que el enemigo pudiera reunir en tan poco tiempo una escuadra tres veces más grande que la suya. Cogidos por sorpresa, no intentaron ofrecer batalla en mar abierto y concentraron sus barcos en las bocas de los puertos, decididos a defender los accesos de la isla como fuera. Para Alejandro era suficiente, así que ancló en la costa y estableció un bloqueo naval. El escuadrón chipriota se encargó de vigilar el puerto norte, mientras los barcos cananeos hacían lo mismo al sur, frente al puerto egipcio. 
 
Hasta ese momento la construcción del dique no había logrado progresar demasiado. A fin de mejorar los cimientos de la barrera, los ingenieros macedonios sumergieron grandes árboles enteros, clavándolos en el fondo por la copa, y aprovechando su espeso ramaje para consolidar un sólida masa de tierra y rocas. Luego repetían el proceso sobre la nueva base, alcanzando así la superficie del agua. No obstante, y pese a lo sólido de la obra, los tirios habían encontrado nuevos modos de deshacer lo construído, con nadadores que se sumergían de noche y enganchaban cabos a los troncos de la base. Luego los trirremes se empleaban a fondo, aprovechando la fuerza de la corriente para tirar con más fuerza, arrancando los árboles y demoliendo todo lo que había sobre ellos. Pero ahora los barcos de Tiro ya no eran una amenaza y el trabajo pudo continuar sin más interrupciones. El propio Alejandro plantó su tienda en el dique, supervisando personalmente las obras.
 
El espigón empezó a avanzar directamente hacia la ciudad.

 

 

 

Con la escuadra protegiendo las obras, el muro alcanzó rápidamente el pie de los muros. Pronto las máquinas empezaron a lanzar proyectilesdesde los barcos contra los defensores mientras los arietes tanteaban la solidez de las defensas en varios puntos.
 
A fin de dificultar todo lo posible a los sitiadores, los defensores arrojaban desde su muralla enormes bloques de piedra de mdo que los navíos enemigos no pudieran maniobrar libremente alrededor de la isla, formando arrecifes artificiales. Los barcos de Alejandro trataban de remolcar los bloques con cuerdas, para despejar los accesos, pero los nadadores tirios se lanzaban al agua y cortaban las cuerdas antes de que los atacantes pudieran despejar los obstáculos. El tira y afloja persistió hasta que las cuerdas fueron reemplazadas por cadenas.
 
Negándose a aceptar la derrota, los tirios se prepararon para un último y desesperado intento. La escuadra del Macedonio no podía desplegarse a la vez, y sólo la mitad de los barcos cubría los accesos a la isla. El contongente más expuesto era el de los triremes chipriotas, ya que patrullaban el lado occidental de la costa y la propia ciudad impedía que fueran vistos desde las posicoones en tierra. Los sitiados seleccionaron los mejores barcos a su disposición, los más poderosos, y las tripulaciones más veteranas: tres quinquerremes, tres cuadrirremes y siete trirremes, lo mejor de su flota. Los remolcaron silenciosamente hacia la boca del puerto y, al mediodía, cuando los navíos de los otros escuadrones sitiadores volvían a tierra para preparar la comida, salieron a mar abierto en fila india, remando con gran cuidado para no alertar a sus enemigos. Luego se dispusieron en orden de combate y se lanzaron a toda velocidad sobre los barcos de Chipre: trece naves contra casi un centenar.
 
El envite, totalmente inesperado, sumió en el caos al escuadrón enemigo: tres de los buques capitanes fueron hundidos, llevándose con ellos a Pnytagoras, Androcles y Pasicrates, tres de los monarcas chipriotas que habían prestado pleitesía a Alejandro. Sin sus jefes, los sitiadores se vieron dispersados y lanzados contra los rompientes por los enfervorecidos tirios, que ponían todo su espíritu en la lucha. Por un instante la victoria estuvo al alcance de la mano. Por un instante, tan solo.
 
Alejandro, que normalmente aprovechaba esas horas para revisar la situación en tierra, regresó en ese momento a su tienda en el dique, escuchó el clamor y se apercibió de lo que estaba sucediendo. De inmediato ordenó a los comandantes de los demás escuadrones que embarcaran y cortaran la retirada de los barcos de Tiro, y él en persona encabezó a los barcos griegos hacia la batalla. Desde la ciudad, los defensores vieron lo que estaba sucediendo y trataron de avisar a sus camaradas, pero en medio de la batalla los navegantes no escucharon los gritos de sus amigos hasta que ya fue demasiado tarde para maniobrar. Perseguidos por los barcos del Macedonio, las galeras fueron cazadas una por una. La mayoría de los tripulantes, empero, lograron saltar al agua y ganar el puerto a nado, mientras sus naves se hundían. No todos lo consiguieron. Probablemente el clamor de los triunfantes sitiadores apagó la voz de unos pocos valientes, murmurando su última plegaria al mar antes de desparecer bajo las olas.
 
Madre, devuelvo el remo.
 
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Tras el fracaso, los tirios ya sólo podían prepararse para el final, pero en ningún momento se plantearon la rendición.
 
Por el lado del espigón, los macedonios atacaban los muros con torres y arietes, recibiendo a cambio una feroz lluvia de proyectiles. Las murallas eran sólidas, más que sólidas, dada la habilidad de los fenicios para edificar sobre roca viva. En todos los puntos donde las paredes amenazaban ceder, los tirios apilaban grandes sacos llenos de algas secas, que absorbían parte de la fuerza de los golpes. Cuando los sitiadores trataron de lanzar puentes desde las torras para alcanzar el alto de los muros, los defensores esperaron a que los soldados empezaran a cruzar para lanzar grandes garfios y derribar las plataformas, matando de paso a los asaltantes.
 
Las tropas que se movían al pie de los muros buscando brechas fueron recibidas con metal fundido y arena de vidriar, calentada en grandes hornos hasta casi empezar enrojecer y derramada en grandes cantidades desde las alturas. Los granos ardientes se introducían por todos los resquicios de las armaduras causando graves quemaduras y obligando a los guerreros a quitarse los petos, momento en el que era aseteados. Las cuerdas de los arietes eran cortadas con grandes guadañas, obligando a los macedonios a protegerlos con techos reforzados por muchas capas de cuero.
 
Furioso al ver que el muro oriental resistía, Alejandro decidió redirigir el ataque hacia el lado del mar, donde, al ser mucho más difícil el acceso, la construcción no era tan alta.Los ingenieros embarcaron torres y lanzapuentes en los barcos, y pronto los arietes golpearon los muros occidentales. Al sur de la boca del puerto egipcio, encontró un punto donde las defensas parecían más frágiles y concentró ahí sus esfuerzos hasta abrir una brecha. Entonces, ordenó un asalto general, para evitar que los tirios pudieran concentrar todas sus tropas en ese punto y rechazaran el envite.
 
La escuadra lanzó un ataque contra los dos puertos de la isla y los barcos sobrantes atacaron el muro a lo largo de toda su extensión, las tropas del espigón volvieron a atacar los muros occidentales y él embarcó con sus mejores hombres para dirigir en persona el golpe definitivo. Con el Rey al frente, los macedonios avanzaron imparables, pese a la feroz resistencia de los fenicios, y se adueñaron de varias torres y una importante porción del muro. De nuevo Alejandro encabezó a sus tropas, lanzándose ahora contra le palacio real de Tiro, entrando así en la ciudad. A su vez, los barcos greco fenicios lograron ganar el acceso del puerto egipcio mientras los chipriotas rompían por fin las barreras del puerto sidonio. 
 
El asedio había llegado a su fin, era la hora de la carnicería.
 

 

Los defensores no cedieron, y se dispusieron a vender sus vidas al mayor precio posible. Un gran número de tirios se concentró ante el templo de Agenor, parando la acometida inicial de los soldados macedonios. La lucha fue feroz y los invasores, dirigidos por el propio Alejandro, lograron hacerse con el lugar, dejando tras de sí centenares de muertos. Por toda la ciudad, pequeños grupos se guarecían en los tejados, lanzando todo lo que estuviera a su alcance contra los atacantes, mientras las familias se daban muerte unos a otros.
 
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Alejandro estaba furioso por la resistencia que estaban encontrando sus tropas, y sediento de venganza tras un asedio que había retrasado sus planes durante meses. No hubo cuartel para los que se rindieron, salvo los más jóvenes, pero eran pocos los que entregaban las armas. Más de ocho mil tirios murieron luchando hasta el final, y otros dos mil fueron crucificados en torno a las murallas por orden expresa del Macedonio. Todos los hombres adultos fueron ejecutados, salvo los que se habían refugiado junto con el rey Azemilcus en el templo de Melkarth, para evitar que la lucha destruyera el santuario.
 
El resto de la población fue entregada a las tropas como botín, salvo los que lograron alcanzar los puertos, ya que los marinos sidonios, horrorizados por lo que estaban viendo, dieron refugio en sus barcos a todos los que lograron subir a bordo, negándose a entregarlos a los conquistadores.
 
Acabada la matanza, Alejandro escenificó su triunfo. La falange escoltó a su rey a través del espigón, mientras los barcos desfilaban alrededor de la ciudad destruida. Luego, el vencedor se dirigió al templo para ofrecer el sacrificio y, tras la ceremonia, se celebraron juegos gimnásticos y carreras de antorchas por las calles desoladas. FInalmente, dejaron en el templo el ariete que había dado el primer golpe contra la muralla, junto al barco sagrado de Melkarth.
 
El lugar fue repoblado con colonos de otras ciudades fenicias y algunos griegos, bajo el gobierno de un monarca títere, Abdelonim, un pariente lejano de la familia real de Tiro. En los siguientes años fue parcialmente reconstruida y recuperó algo de su antiguo esplendor, pero la fundación de Alejandría supuso un golpe insuperable a los puertos. La nueva urbe centralizaba todo el tráfico comercial de Oriente, cortando así de raíz las posibilidades de los fenicios. Estos, no obstante supieron cohabitar con el nuevo orden que siguió a la muerte del conquistador, y todavía en tiempos de los romanos seguían manteniendo vivas su lengua y sus costumbres, junto a las artes de la púrpura y el cristal, los principales medios de subsistencia a su alcance tras perder las rutas marinas.
 

 

Tiro nunca volvió a ser una isla. Hoy en día, el espigón sigue uniéndola al continente, prueba milenaria del buen hacer de los ingenieros de Alejandro.